La declaración de Jorge Pinedo, yerno de Rodolfo Walsh cuando lo asesinaron.
Jorge Pinedo acompañó a Lilia Ferreyra y a Patricia Walsh, mujer e hija del escritor, a San Vicente. Allí se encontraron con las consecuencias del operativo que se realizó en el lugar, después de que el periodista fuera secuestrado en la esquina de San Juan y Entre Ríos.
Por Alejandra Dandan
La que entonces era la mujer de Rodolfo Walsh escuchaba del otro lado del vidrio. Jorge Pinedo ya había contado que esa mañana del 26 de marzo del ’77 había pasado a buscarla; que todavía estaban mudando cosas para la casa de San Vicente; que en el auto iba él, su mujer, Patricia Walsh, los dos hijos –entre ellos el primer nieto varón de Rodolfo– y Lilia Ferreyra. Que se atrasaron un poco, pero que todo estaba bien, que iban a llegar a tiempo, que Rodolfo los esperaba a comer un asado. “Fue tremendo –se escuchó en la sala de audiencias–. Habíamos ido a una reunión feliz con Rodolfo y volvíamos con una viuda, una huérfana y dos nietos que habían perdido a su abuelo.”
Jorge Pinedo es psicoanalista y antropólogo, pero en los primeros años de la dictadura, con poco más de veinte años, trabajaba como periodista del diario La Opinión. Ayer dio su tercera declaración judicial por lo que después se conoció como el bombardeo a la casa del periodista, escritor y militante. La primera vez que declaró lo hizo ante la Conadep. La segunda, si es que puede decirse que fue una declaración, dijo, se trató más bien de un interrogatorio ante dos militares sentados al otro lado de un escritorio, alumbrados por una lámpara, en un garaje del Consejo de Guerra. “Pese a ser el año ’85, me preguntaron por mi declaración en Conadep, por el terror que tenía no recuerdo ni lo que dije”. Ayer, después de declarar en la audiencia del juicio por los crímenes de la ESMA, mientras bastón en mano bajaba las escaleras de los Tribunales de Comodoro Py, murmuró: “Esperé más de treinta años para esto”.
“El 26 de marzo del ’77 con mi mujer de entonces, Patricia Walsh, con la hija de ella, María Eva, y nuestro hijo Mariano, de diecisiete días, partimos rumbo a la Capital Federal para buscar a Lilia Ferreyra para ir a San Vicente, donde íbamos a comer un asado para que él conociera a su primer nieto varón.”
Lilia estaba en el departamento que compartía con Rodolfo en Ugarteche y Las Heras, desde donde cargaron las cosas que estaban mudando al departamento a San Vicente, la casa que acondicionaban para vivir. “Partimos en un Ami 8 verde, yo manejaba –dijo–, a mi derecha iba Lilia y atrás estaba Patricia con los dos chicos.” Cerca de San Vicente, Lilia tomó el volante porque conocía más el camino. “Pasamos por una cantidad de calles de tierra y llegamos a una casa; había un terraplén a la izquierda, terrenos con pocas casas y, a medida que nos aproximábamos, a Lilia le llama la atención que en ese momento no se veía el humo del asado, eran las doce del mediodía o algo por el estilo, con un arribo que teníamos previsto una hora antes, y tampoco estaba el Fiat 600.”
Antes de ingresar a la zona había una casa blanca con cortinas amarillas y un bosquecito de eucaliptos. Al no estar el coche, Lilia dejó el volante, bajó, entró al predio. “La veo alarmada; ingreso detrás de ella, Lilia sale muy nerviosa: ‘¡Vámonos, vamos!’, decía. ‘¡Vamos!’ Y yo alcanzo a ver en el terreno una cantidad de objetos domésticos dispersos. La casa como bombardeada, impactos de bala, restos de explosiones y recuerdo perfectamente un artefacto sanitario: el inodoro en medio del jardín. Y luego, marcas de explosiones sobre el pasto, e inmediatamente nos hicimos la idea de que algo grave había pasado, salimos de ahí manejando, no sé cómo salimos, creo que cometí algunas infracciones de tránsito, agarramos la ruta y volvimos a Capital Federal.”
Durante el regreso, “conversando en un estado de mucha tensión y de mucha tristeza y dolor y mucho miedo, sobre todo, Lilia comentó cómo había sido la partida de San Vicente del día anterior. En la estación se habían encontrado con el martillero que les vendió el terreno con la casita y les entregó la escritura. Rodolfo se la guardó en el portafolio, se fueron a Constitución, donde se despidieron. Rodolfo se iba a encontrar con un par de personas, no sabíamos con quién”.
La seguridad de Rodolfo ya estaba sumamente comprometida, explicó. Ninguno ignoraba que lo estaban buscando. Había vuelto a escribir ficción, sabían que estaba escribiendo la Carta a la Junta Militar. Y también sabían que como oficial segundo de Montoneros había criticado a la conducción y optado por intentar retirarse y camuflarse, para lo cual compró la casa de San Vicente, con la idea de que su hija construyera algo en el fondo para vivir ahí, cultivar la tierra y tratar de sobrevivir la embestida de ese momento.
La querella le preguntó entonces por las gestiones que siguieron. Jorge mencionó algunas de las puertas golpeadas: la visita de Patricia al tío Carlos Washington Walsh, que era oficial de la Marina en retiro, a quien le pidió que averiguara algo, “pero tengo entendido que no averiguó nada, ni lo intentó”. También, de Catalina, la hermana monja de Walsh que intentó interceder a través de la Iglesia, otro camino infructuoso. De los hábeas corpus en el Juzgado de Oscar Salvi, y de la 1ª de San Vicente.
Para la primavera de ese año, volvió a San Vicente en un Fiat 128 azul. Pudo entrar a la casa con Patricia, simularon ser eventuales compradores. “Pudimos observar el cielo raso del techo, se habían llevado hasta las aberturas, estaban los restos de las explosiones, recorrimos el terreno, nos aproximamos –yo adelante y Patricia atrás– hasta un alambrado que lindaba con el terreno de la casa de las cortinas amarillas.” Había un señor y una señora, y a través del alambrado, mientras hablaban de sembrar papas y tomates, preguntaron qué había pasado.
Los vecinos contaron entonces lo que otros vecinos narraron en alguna de las audiencias del juicio. Dijeron que “una noche a la madrugada vinieron una cantidad de camiones militares, autos de policía, autos particulares sin identificar que rodearon e ingresaron primero en la casa de ellos, tenían dos o tres chicos pequeños. Los intimaron violentamente y luego, cuando cayeron en la cuenta de que lo que estaban buscando no estaba ahí, rodearon la otra casa y, por lo que esta gente decía, acribillaron a balazos la casa y la bombardearon”.
Otra de las cosas que supo, dijo, es que esa noche al parecer no había nadie en la casa, porque como en la zona no había luz, si alguien anda despierto se notaba a la distancia porque solía haber algún sol de noche encendido. También les dijeron, como si fueran extraños, que la pareja que vivía ahí no había vuelto. Que esas fuerzas se habían ido varias horas después del amanecer, con lo que, dijo Jorge, “caímos en la cuenta de que nosotros habíamos llegado poco después de que esto ocurriera”.
Rodolfo había alquilado antes una casa en el Tigre, sobre el río Carapachay, en el muelle Liberación, como lo nombraron unos inquilinos anteriores. Esa casa fue allanada supuestamente por la Armada un día que llegaron en varias embarcaciones particulares. Pese a que la familia la había vaciado varios meses antes, explicó, desvalijaron lo que quedaba y se llevaron un gomón con motor de cinco caballos. “Desde la muerte de Vicky, la hermana de Patricia, ya la situación era muy comprometida y peligrosa. Ese allanamiento resultó un claro indicador de que, para esta gente, Rodolfo y todos nosotros éramos un objetivo militar.”
Jorge era editor de Vida cotidiana, Arquitectura y Ciencia y Técnica en La Opinión. Después de la caída de una de sus compañeras, Vicky lo llamó para avisarle y advertirle que corría peligro. Al día siguiente, allanaron un departamento que él tenía en la calle Paraguay.
Durante la audiencia, del lado de los represores sólo se sentó Ricardo Cavallo, como suele suceder. “¿Usted tenía relación con Walsh?”, preguntó su abogado a Pinedo. “¡¡Era mi suegro!!”, bramó Pinedo. “Tenía una relación entrañable con Rodolfo Walsh.” El hombre enfiló entonces hacia una de las coartadas de la defensa, quiso saber hasta qué punto Pinedo estaba seguro de que todo lo que había sucedido con Walsh no fue urdido por Montoneros. ¿No le dijo que tenía temor? ¿Que quería abrirse de la Organización? “¡No!”, respondió Pinedo, más tajante todavía. Y mientras alguna de las querellas levantaba la mano para pedirle al Tribunal que anulara la pregunta, Pinedo agregó: “De ninguna manera”.
Antes de terminar, cuando el presidente del Tribunal Oral Nº 5, Daniel Obligado, le preguntó si quería decir algo más, Jorge Pinedo miró el crucifijo que está arriba de todo, colgado en una de las paredes, encima de las cabezas de los que suelen ocupar los asientos destinados a los camaradas de los represores. Pidió, entonces, que lo retiren, que “resulta muy intimidante” porque los imputados invocaban una presunta relación con esas fuerzas divinas para hacer lo que desearon hacer. También aclaró que haría una convocatoria inútil, pero que incluso ellos, que eran los peores genocidas, tenían la oportunidad de decir “dónde están los cuerpos, dónde están los hijos arrancados de sus madres, dónde está la obra de Rodolfo Walsh: en ese orden”.
A Rodolfo Walsh le dispararon durante una encerrona en la esquina de San Juan y Entre Ríos el 25 de marzo de 1977 cuando iba a una cita cantada. Llegó muerto o casi muerto a la ESMA. Pinedo supo qué había pasado recién años más tarde.
Jorge Pinedo acompañó a Lilia Ferreyra y a Patricia Walsh, mujer e hija del escritor, a San Vicente. Allí se encontraron con las consecuencias del operativo que se realizó en el lugar, después de que el periodista fuera secuestrado en la esquina de San Juan y Entre Ríos.
Por Alejandra Dandan
La que entonces era la mujer de Rodolfo Walsh escuchaba del otro lado del vidrio. Jorge Pinedo ya había contado que esa mañana del 26 de marzo del ’77 había pasado a buscarla; que todavía estaban mudando cosas para la casa de San Vicente; que en el auto iba él, su mujer, Patricia Walsh, los dos hijos –entre ellos el primer nieto varón de Rodolfo– y Lilia Ferreyra. Que se atrasaron un poco, pero que todo estaba bien, que iban a llegar a tiempo, que Rodolfo los esperaba a comer un asado. “Fue tremendo –se escuchó en la sala de audiencias–. Habíamos ido a una reunión feliz con Rodolfo y volvíamos con una viuda, una huérfana y dos nietos que habían perdido a su abuelo.”
Jorge Pinedo es psicoanalista y antropólogo, pero en los primeros años de la dictadura, con poco más de veinte años, trabajaba como periodista del diario La Opinión. Ayer dio su tercera declaración judicial por lo que después se conoció como el bombardeo a la casa del periodista, escritor y militante. La primera vez que declaró lo hizo ante la Conadep. La segunda, si es que puede decirse que fue una declaración, dijo, se trató más bien de un interrogatorio ante dos militares sentados al otro lado de un escritorio, alumbrados por una lámpara, en un garaje del Consejo de Guerra. “Pese a ser el año ’85, me preguntaron por mi declaración en Conadep, por el terror que tenía no recuerdo ni lo que dije”. Ayer, después de declarar en la audiencia del juicio por los crímenes de la ESMA, mientras bastón en mano bajaba las escaleras de los Tribunales de Comodoro Py, murmuró: “Esperé más de treinta años para esto”.
“El 26 de marzo del ’77 con mi mujer de entonces, Patricia Walsh, con la hija de ella, María Eva, y nuestro hijo Mariano, de diecisiete días, partimos rumbo a la Capital Federal para buscar a Lilia Ferreyra para ir a San Vicente, donde íbamos a comer un asado para que él conociera a su primer nieto varón.”
Lilia estaba en el departamento que compartía con Rodolfo en Ugarteche y Las Heras, desde donde cargaron las cosas que estaban mudando al departamento a San Vicente, la casa que acondicionaban para vivir. “Partimos en un Ami 8 verde, yo manejaba –dijo–, a mi derecha iba Lilia y atrás estaba Patricia con los dos chicos.” Cerca de San Vicente, Lilia tomó el volante porque conocía más el camino. “Pasamos por una cantidad de calles de tierra y llegamos a una casa; había un terraplén a la izquierda, terrenos con pocas casas y, a medida que nos aproximábamos, a Lilia le llama la atención que en ese momento no se veía el humo del asado, eran las doce del mediodía o algo por el estilo, con un arribo que teníamos previsto una hora antes, y tampoco estaba el Fiat 600.”
Antes de ingresar a la zona había una casa blanca con cortinas amarillas y un bosquecito de eucaliptos. Al no estar el coche, Lilia dejó el volante, bajó, entró al predio. “La veo alarmada; ingreso detrás de ella, Lilia sale muy nerviosa: ‘¡Vámonos, vamos!’, decía. ‘¡Vamos!’ Y yo alcanzo a ver en el terreno una cantidad de objetos domésticos dispersos. La casa como bombardeada, impactos de bala, restos de explosiones y recuerdo perfectamente un artefacto sanitario: el inodoro en medio del jardín. Y luego, marcas de explosiones sobre el pasto, e inmediatamente nos hicimos la idea de que algo grave había pasado, salimos de ahí manejando, no sé cómo salimos, creo que cometí algunas infracciones de tránsito, agarramos la ruta y volvimos a Capital Federal.”
Durante el regreso, “conversando en un estado de mucha tensión y de mucha tristeza y dolor y mucho miedo, sobre todo, Lilia comentó cómo había sido la partida de San Vicente del día anterior. En la estación se habían encontrado con el martillero que les vendió el terreno con la casita y les entregó la escritura. Rodolfo se la guardó en el portafolio, se fueron a Constitución, donde se despidieron. Rodolfo se iba a encontrar con un par de personas, no sabíamos con quién”.
La seguridad de Rodolfo ya estaba sumamente comprometida, explicó. Ninguno ignoraba que lo estaban buscando. Había vuelto a escribir ficción, sabían que estaba escribiendo la Carta a la Junta Militar. Y también sabían que como oficial segundo de Montoneros había criticado a la conducción y optado por intentar retirarse y camuflarse, para lo cual compró la casa de San Vicente, con la idea de que su hija construyera algo en el fondo para vivir ahí, cultivar la tierra y tratar de sobrevivir la embestida de ese momento.
La querella le preguntó entonces por las gestiones que siguieron. Jorge mencionó algunas de las puertas golpeadas: la visita de Patricia al tío Carlos Washington Walsh, que era oficial de la Marina en retiro, a quien le pidió que averiguara algo, “pero tengo entendido que no averiguó nada, ni lo intentó”. También, de Catalina, la hermana monja de Walsh que intentó interceder a través de la Iglesia, otro camino infructuoso. De los hábeas corpus en el Juzgado de Oscar Salvi, y de la 1ª de San Vicente.
Para la primavera de ese año, volvió a San Vicente en un Fiat 128 azul. Pudo entrar a la casa con Patricia, simularon ser eventuales compradores. “Pudimos observar el cielo raso del techo, se habían llevado hasta las aberturas, estaban los restos de las explosiones, recorrimos el terreno, nos aproximamos –yo adelante y Patricia atrás– hasta un alambrado que lindaba con el terreno de la casa de las cortinas amarillas.” Había un señor y una señora, y a través del alambrado, mientras hablaban de sembrar papas y tomates, preguntaron qué había pasado.
Los vecinos contaron entonces lo que otros vecinos narraron en alguna de las audiencias del juicio. Dijeron que “una noche a la madrugada vinieron una cantidad de camiones militares, autos de policía, autos particulares sin identificar que rodearon e ingresaron primero en la casa de ellos, tenían dos o tres chicos pequeños. Los intimaron violentamente y luego, cuando cayeron en la cuenta de que lo que estaban buscando no estaba ahí, rodearon la otra casa y, por lo que esta gente decía, acribillaron a balazos la casa y la bombardearon”.
Otra de las cosas que supo, dijo, es que esa noche al parecer no había nadie en la casa, porque como en la zona no había luz, si alguien anda despierto se notaba a la distancia porque solía haber algún sol de noche encendido. También les dijeron, como si fueran extraños, que la pareja que vivía ahí no había vuelto. Que esas fuerzas se habían ido varias horas después del amanecer, con lo que, dijo Jorge, “caímos en la cuenta de que nosotros habíamos llegado poco después de que esto ocurriera”.
Rodolfo había alquilado antes una casa en el Tigre, sobre el río Carapachay, en el muelle Liberación, como lo nombraron unos inquilinos anteriores. Esa casa fue allanada supuestamente por la Armada un día que llegaron en varias embarcaciones particulares. Pese a que la familia la había vaciado varios meses antes, explicó, desvalijaron lo que quedaba y se llevaron un gomón con motor de cinco caballos. “Desde la muerte de Vicky, la hermana de Patricia, ya la situación era muy comprometida y peligrosa. Ese allanamiento resultó un claro indicador de que, para esta gente, Rodolfo y todos nosotros éramos un objetivo militar.”
Jorge era editor de Vida cotidiana, Arquitectura y Ciencia y Técnica en La Opinión. Después de la caída de una de sus compañeras, Vicky lo llamó para avisarle y advertirle que corría peligro. Al día siguiente, allanaron un departamento que él tenía en la calle Paraguay.
Durante la audiencia, del lado de los represores sólo se sentó Ricardo Cavallo, como suele suceder. “¿Usted tenía relación con Walsh?”, preguntó su abogado a Pinedo. “¡¡Era mi suegro!!”, bramó Pinedo. “Tenía una relación entrañable con Rodolfo Walsh.” El hombre enfiló entonces hacia una de las coartadas de la defensa, quiso saber hasta qué punto Pinedo estaba seguro de que todo lo que había sucedido con Walsh no fue urdido por Montoneros. ¿No le dijo que tenía temor? ¿Que quería abrirse de la Organización? “¡No!”, respondió Pinedo, más tajante todavía. Y mientras alguna de las querellas levantaba la mano para pedirle al Tribunal que anulara la pregunta, Pinedo agregó: “De ninguna manera”.
Antes de terminar, cuando el presidente del Tribunal Oral Nº 5, Daniel Obligado, le preguntó si quería decir algo más, Jorge Pinedo miró el crucifijo que está arriba de todo, colgado en una de las paredes, encima de las cabezas de los que suelen ocupar los asientos destinados a los camaradas de los represores. Pidió, entonces, que lo retiren, que “resulta muy intimidante” porque los imputados invocaban una presunta relación con esas fuerzas divinas para hacer lo que desearon hacer. También aclaró que haría una convocatoria inútil, pero que incluso ellos, que eran los peores genocidas, tenían la oportunidad de decir “dónde están los cuerpos, dónde están los hijos arrancados de sus madres, dónde está la obra de Rodolfo Walsh: en ese orden”.
A Rodolfo Walsh le dispararon durante una encerrona en la esquina de San Juan y Entre Ríos el 25 de marzo de 1977 cuando iba a una cita cantada. Llegó muerto o casi muerto a la ESMA. Pinedo supo qué había pasado recién años más tarde.
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