jueves, 30 de septiembre de 2010

Un detenido de la ESMA interrogado cosntantemente por Graiver

 Juan Gasparini declaró en el juicio por la ESMA

El periodista y escritor Juan Gasparini afirmó ayer que fue interrogado insistentemente sobre el banquero David Graiver y los fondos de la organización Montoneros durante su cautiverio en la Escuela de Mecánica de la Armada. “Me preguntaban mucho por cuestiones financieras: David Graiver y las inversiones de los Montoneros en Cuba. También me interrogaban por unos supuestos ‘Doctor Paz’ y ‘Doctor Peñaloza’, que según ellos iban a retirar dinero a las oficinas de Graiver”, dijo el testigo al prestar declaración en el juicio por delitos de lesa humanidad contra 18 represores de la ESMA, que se desarrolla en el Tribunal Oral Federal 5.

Gasparini, quien se identificó como “militante de lo que se llamaba Tendencia Revolucionaria del peronismo”, confió a los jueces que “yo no sabía nada de lo que me preguntaban sobre dinero y les decía a los marinos lo que se sabía en la militancia: que Montoneros tenía acuerdos con la Confederación General Económica (CGE) de José Ber Gelbard, que en ese momento estaba exiliado en Estados Unidos”.

El autor del libro Graiver, el banquero de los montoneros recordó que fue secuestrado el 10 de enero de 1977 por una patota comandada por el jefe de inteligencia del Grupo de Tareas 3.3, capitán Jorge Acosta, y sometido a tormentos desde ese mismo día. En la ESMA “yo era el número 774 y me llamaban por ese número”, dijo. Identificó y señaló en el banquillo de los acusados a los capitanes Juan Carlos Rolón y Ricardo Miguel Cavallo como ejecutores del operativo en el que fue asesinada su esposa, Mónica Jáuregui, en un departamento en Sánchez de Bustamante 731. “También intervino un tal Suárez, que vino y me dijo que él le había dado el tiro de gracia a mi mujer”, añadió.

El testigo contó que en enero de 1978, alojado en “Capucha”, vio “cuando sacan moribunda a Norma Arrostito”, una de las fundadoras de Montoneros. “La habían envenenado con una inyección que le provocó la muerte”, dijo, e identificó al autor como “el mismo médico que controlaba mis paros cardíacos en las sesiones de tortura”.

Gasparini contó que camino al baño del tercer piso del Casino de Oficiales pudo ver a través de un espejo a “una mujer alta y delgada asomarse desde una ducha”. “Mucho después, al ver fotos publicadas en la prensa, supe que era la monja francesa Alice Domon”, la religiosa desaparecida junto con su compañera Léonie Duquet.
Durante el testimonio identificó al ex marino Juan Carlos Rolón “que está sentado acá”, como jefe del grupo que pocas horas después de su secuestro asesinó en su domicilio a su mujer, Mónica Jáuregui.

“Ricardo Cavallo, que también esta sentado acá, manejaba el coche, en que fui llevado a la casa y después vino un tal Suárez que se jactó de haberle dado el tiro de gracia” Gasparini identificó también a ex capitán de corbeta Jorge “Tigre” Acosta como el que lo torturó “a cara descubierta”, junto a Alberto González Menotti y Francisco Whamond.

“Yo era el detenido 774”, dijo, antes de exhibir al tribunal un antifaz que “es el tabique tuve que llevar puesto durante dos años”.

También exhibió ante los jueces y a pedido de la fiscalía las marcas de los grilletes en sus piernas. En el extenso testimonio, dijo que vio a la monja Domon -cuyos restos fueron encontrado en una fosa común- una vez que se cruzaron e los sanitarios y luego la reconoció por fotos.

También recordó haber visto en la ESMA a Graciela Tauro y Jorge Rochestein, que están desaparecidos, y son los padres del “nieto 102” recién encontrado por la Abuela de Plaza de Mayo.
Gasparini dijo que tuvo los tobillos encadenados “desde enero hasta diciembre de 1977”. “Tengo el record de grilletes”, aseguró, y exhibió las cicatrices que le quedaron en las piernas y en un codo, producto de los golpes contra “la parrilla”, en referencia al elástico metálico donde se aplicaban las torturas. Luego sacó de un bolsillo una prenda de color negro y la exhibió con la mano en alto. “Acá traje el tabique con que me vendaban los ojos en mi cautiverio. Lo saqué de la ESMA y lo conservé todos estos años para aportarlo al juicio.”

Tres niveles de locura en Capucha

José Miño, testigo de la ESMA que fue obligado a autopicanearse

Fue secuestrado en 1979 y llevado a la ESMA. Pero durante tres días lo obligaron a asistir a su trabajo, donde habían preparado una trampa para otro secuestro. Lo torturaban a cara descubierta y pensó que no iba a sobrevivir.
Por Alejandra Dandan

Varias veces nombró la palabra locura. Una vez para referirse al encuentro en el bar Tabac cuando todavía estaba secuestrado en la Escuela de Mecánica de la Armada. Estaban él, otra prisionera y Marcelo, el alias del represor Ricardo Cavallo. Sucedió el 23 de marzo de 1980. Cavallo los había sentado en el bar de Avenida del Libertador y Coronel Díaz porque les daban “baja definitiva”. “Bueno –les dijo Cavallo–, yo sé que con tal de no salir un 24 son capaces de quedarse un día más, porque el 24 es un día muy importante para nosotros, pero para ustedes no.”

José Orlando Miño dejó la ESMA al día siguiente, ese 24 de marzo de 1980. De alguna manera ayer pudo volver a recordárselo a Cavallo, sentado en la sala de audiencias de Comodoro Py. Miño declaró por los crímenes cometidos en el centro clandestino de detención de la Marina, sentado a unos metros de distancia de Cavallo, ubicado entre los lugares destinados a los acusados.

Miño es arquitecto, correntino, y parte de quienes organizaban la Juventud Universitaria Peronista en la universidad. Lo secuestraron un martes 13 de noviembre de 1979, en su departamento del piso veinte de la Avenida del Libertador al 7000. Eran casi las doce de la noche. Alguien golpeó la puerta, y unas seis o siete personas entraron preguntando si él era José Miño. Dentro del departamento no pasó nada hasta que uno de los represores se acercó a la biblioteca: encontró una carpeta con documentos y fotografías que él le había guardado a otro compañero. “Ese fue el punto de partida para que se iniciaran los golpes –dijo–, nos pegaron patadas, nos golpearon a los dos.” Lo subieron a un Ford Falcon verde, lo esposaron, le pusieron una capucha y lo llevaron a la ESMA.

En el sótano lo subieron a una cama de hierro, con un colchón de gomaespuma muy fino. Lo ataron de pies y de brazos, y durante la picana le preguntaron por Jorge “Pata” Pared. “Finalmente les dije que solía llamarme al estudio de arquitectura donde yo trabajaba –dijo–, y ahí la tortura bajó de alguna manera.” Le dieron un pantalón y empezó eso que él una y otra vez describió como locura. Su trabajo estaba en un estudio de Avenida del Libertador y Juncal. Lo llevaron ahí y durante tres días, de 9 a 18, cumplió horarios de oficina custodiado por dos o tres personas, los teléfonos intervenidos, esperando la supuesta llamada del compañero. Del estudio además no lo llevaban a la ESMA sino al departamento de Libertador ocupado por “una gran cantidad de patotas –explicó Miño– muy, muy armadas, haciendo esa especie de ratonera para que llegara el momento”.

La ratonera fracasó. Pared cayó secuestrado por otro lado. Alguien informó, pero enseguida golpearon la puerta del departamento. ¡Policía!, dijeron. “Fue un momento muy terrible –dijo el testigo–, de mucha tensión, porque uno piensa en un montón de cosas; los de adentro dijeron también: ‘Somos policías, no tiren porque estamos armados’. A mí me llevaron a la habitación del fondo, cambiaron documentos por abajo de la puerta, y el camino quedó liberado.” Con el tiempo supo que los que golpearon eran de la guardia de Videla, de ronda porque el dictador hacía un acto en Obras Sanitarias, instalado justo en frente.

En el auto, a la vuelta, le pegaron una brutal golpiza. Alguien le sacó la capucha, y le dijo: “Yo soy un general de la Nación y usted es un subversivo”. En la ESMA, lo dejaron esposado en el suelo, lo golpearon, le pegaron patadas, lo tiraron de cabeza al piso, y empezó nuevamente la locura. Un represor le hizo sacar la capucha, le dio la picana para que se torturara a sí mismo si las respuestas no eran las que esperaba escuchar. “La cara descubierta –dijo Miño–, ver un represor haciendo eso, nos sacaba las garantías de que pudiéramos seguir con vida.”

Un sábado escuchó cadenas, luego gente llorando. De pronto se hizo un silencio total, dijo. Le pusieron a un lado a Pared y del otro a Horacio Domínguez, un chaqueño, con el que estaba organizando la Juventud Universitaria Peronista. Los tres quedaron encapuchados hasta que uno de los suboficiales dijo: ¡Eh, así no van a ver nada! Y les sacó las capuchas. Enfrente había un televisor, trasmitían una pelea de box. Miraron uno, luego otro, dulces, cigarrillos, agua mineral. “Terminada la velada –dijo Miño– nos pasaron otra vez a Capucha.”

Miño pasó por tres estadios en la ESMA. El primer tiempo estuvo en Capucha esposado sobre una colchoneta, entre tabiques donde estaban inscriptos los nombres de guerra. Nombró a Pata, Víctor Basterra y el grupo de los Villaflor, entre los que mencionó a la Negrita Josefina Villaflor, la Gallega Elsa Martínez, José Luis Hazan y más tarde a la Tía Irene. Uno de sus compañeros de secuestro, el “Sueco” Víctor Carlos Lordkipanidse, se acercó a preguntarle qué sabía hacer, él dijo que era fotógrafo, y por ese dato comenzó a hacer la clasificación de los negativos del diario Noticias. “Me piden que haga ese trabajo y era más loco todavía –dijo Miño–: miraba a contraluz las marchas, las reuniones, eventos de deporte y reordenaba un trabajo que generaba cierta expectativa de vida”.

Miño se detuvo en ese momento. Dejó de hablar, emocionado. “Gracias a este compañero puedo estar acá probablemente, con vida.”

La segunda estadía durmió en cama. Eran un grupo grande, desayunaban mate cocido con pedazos de pan y luego tenían que bajar las escaleras con sumo cuidado, dijo, porque estaban en el Casino de Oficiales. “Y el personal de civil no tenía que saber que nos tenían ahí: una situación muy loca, nadie tenía que saber que había desaparecidos.”

En ese espacio vio a Héctor Febres, Cavallo, Adolfo Miguel Donda, Abdala. González, que era un suboficial, Tortuga y Panchito. Y también a la Hormiga Negra, por Juan Carlos Correa. Para entonces, se había producido el cambio de mandos, y cuando preguntó por los Villaflor le respondieron que no se preocupara, que se habían ido para arriba. En ese período, vuelven atrás algunos beneficios que habían conseguido como los francos: todos los fines de semana había conseguido empezar a ir a su casa. El siguió con el archivo, aunque tuvo que explicarle a uno de los represores que se presentó como médico cómo acceder a los planes Fonavi, sobre los que trabajaban en su estudio. Y para otro represor, alternar el archivo con el trabajo sobre un plano para construirle una casa en el Tigre.

El 24 de marzo de 1980 recuperó la libertad con Ana Testa. En una esquina le dejaron su tablero de dibujo y los elementos de trabajo. Siguió vigilado. “Pasamos a ser algo así –dijo–: para ellos éramos informantes claves en la calle.” Una vez le preguntaron por Juan Carlos Silva. Le pidieron que si sabía algo se los dijera a ellos, y no al Ejército; que la Marina les cuidaba la vida. Silva –dijo Miño– continúa desaparecido.

viernes, 17 de septiembre de 2010

Testigo de juicio por ESMA denunció que se fraguaban reportajes periodísticos durante la dictadura

El hijo de una mujer que estuvo secuestrada en la ESMA denunció hoy durante el juicio a los represores de ese centro clandestino que allí se fraguó un reportaje, como parte de una "campaña de acción psicológica" a través de los medios, para hacer creer que su madre estaba arrepentida y reivindicaba la conducta de sus captores.

"Hoy se habla de una dictadura cívico-militar", dijo ante el Tribunal Oral Federal 5 (TOF 5) Daniel Cabezas, hijo de Thelma Jara de Cabezas, quien cobró fama por un reportaje publicado por la revista Para Ti el 10 de septiembre del 1979, en el que renegaba, bajo presión de sus secuestradores, de su lucha por la búsqueda de desaparecidos.

En su presentación ante el tribunal, Cabezas denunció que tanto esa revista de la editorial Atlántida como la agencia oficial Télam y los diarios Clarín, La Nación y La Razón "eran socios de la dictadura".

En cambio, destacó la "urgente reacción" en el exterior tras el secuestro de su madre y citó como ejemplo la actitud del escritor Julio Cortázar, quien residía en París y cuando el testigo que vivía en México le escribió una carta, el autor de "Rayuela" le respondió mediante una nota publicada por "El País" de Madrid, reclamando por la liberación de la mujer.

Thelman Jara fue secuestrada el 30 de abril de 1979 a la salida de un hospital donde estaba internado su marido, quien luego falleció, por su militancia junto a otros familiares reclamando por otro de sus hijos que había sido detenido en 1976 y estaba desaparecido.

El reportaje publicado por la revista femenina de la Editorial Atlántida -contra la que la familia Cabezas inició causa penal- se realizó semanas antes de su publicación en el bar Selquet, ubicado en Figueroa Alcorta y La Pampa, bajo la mirada de los miembros del grupo de tareas de la ESMA.

Según relató el testigo, para la realización del reportaje su madre fue llevada a una peluquería y se le proveyó de ropa para el encuentro con el equipo periodístico de la revista.

Explicó que para la realización de la entrevista a su madre se realizaron ensayos en la ESMA con otra secuestrada "para saber lo que tenía que decir", bajo la supervisión de uno de los acusados, el represor Ricardo Miguel Cavallo, quien luego "controló todo escondido detrás de una cortina".

Ante una pregunta de los jueces, Cabezas justificó la ausencia de su madre en el juicio debido a que en la actualidad tiene 83 años, sufre serios problemas cardíacos y "está muy delicada".

Durante la audiencia de hoy, Cabezas presentó tres grabaciones de diálogos que mantuvo con una tía y con su madre, con quien se contactaba telefónicamente desde el distrito Federal en México a la casa de unos vecinos en Buenos Aires, ya que la mujer tenía permiso para ir a su casa los fines de semana.

En esos diálogos, la mujer trataba de convencer a su hijo de que no participara de las denuncias contra los militares y le expresaba la "confianza en esas personas que tienen valores muy grandes", en alusión a sus secuestradores, mientras le aseguraba que no había sufrido ningún tipo de tortura.

Cabezas declaró por primera vez en un juicio por violaciones a los derechos humanos durante la dictadura y guardó durante estos años las cintas de las conversaciones, porque le "daba mucha verguenza" el contenido de las charlas con su madre

Lidia Vieyra, sobreviviente de la ESMA, aportó numerosos elementos contra los imputados


La testigo Lidia Vieyra declaró hoy en el juicio que se sigue contra una veintena de militares por los crímenes cometidos en la ESMA, entre quienes se cuenta el ex capitán Adolfo Miguel Donda, tío y apropiador de Victoria y su hermana. La actual diputada de Proyecto Sur Victoria Donda lloró al escuchar de boca de una sobreviviente de la ESMA, a quien llama "tía", detalles de su nacimiento en cautiverio cuando su madre, hoy desaparecida, dio a luz en ese campo de concentración de la Armada.

La testigo Lidia Vieyra declaró hoy en el juicio que se sigue contra una veintena de militares por los crímenes cometidos en la ESMA, entre quienes se cuenta el ex capitán Adolfo Miguel Donda, tío y apropiador de Victoria y su hermana.

El hermano de Donda, José, al igual que su cuñada, Maria Hilda Pérez, que militaban en la organización Montoneros, fueron secuestrados y están desaparecidos luego de sendos "traslados".

Vieyra es pariente de la mujer del represor Emilio Eduardo Massera, con quien comparte el mismo apellido.

Sobre ese vínculo fue interrogada desde el mismo momento en que pisó la ESMA, tras su secuestro, el 11 de marzo de 1977, por una patota encabezada por el ex oficial del Ejército Julio Coronel, alias "Maco", otro de los acusados en el juicio.

También identificó a Alberto González, un ex integrante de la Policía Federal a quien llamaban "Federico" por su pertenencia a esa fuerza, y que actuaba en el Grupo de Tareas GT.3.3.2.

"¿Así que vos sos sobrina de Massera?", fue lo primero que le preguntaron y que hoy recordó con lujo de detalles al declarar en el juicio que lleva adelante el Tribunal Oral Federal 5 (TOF 5) ya que, según sostuvo, "estuve treinta y tres años, seis meses y cuatro días esperando para verles la cara y hoy no están aquí".

Respecto de Massera aseguró haberlo visto en la ESMA con su uniforme de gala blanco en la navidad de 1977, y de haber mantenido un conversación con la dirigente montonera Norma Arrostito, con quien varios testigos dijeron haber compartido cautiverio, pese a que públicamente se la daba por muerta en un enfrentamiento ocurrido en 1973.

Según supo tiempo después la testigo, su caso llegó a oídos del ex integrante de la Junta militar, quien de manera categórica deslizó "que le hicieran lo que le hacen a todos".

Durante su permanencia en el sector que se conocía como Capucha, Vieyra compartió el cautiverio con Hilda Pérez de Donda, quien se encontraba embarazada y que "estando a punto de parir la hacían orinar en un balde, con los grilletes puestos".

"En esas circunstancias -relató- me pide que la ayude en el nacimiento de su hija", parto que fue atendido en lo que varios sobrevivientes denominan como "la maternidad de la ESMA", por el médico naval José Luis Magnacco, acusado por violaciones a los derechos humanos, entre ellas el robo de bebés.

Ante una consulta en ese sentido formulada por la Fiscalía, la testigo recordó que su padre era médico civil del hospital naval y Magnacco era su jefe y por esa razón lo había conocido.

Pese a que no puede recordar la fecha precisa del alumbramiento, Vieyra relató que tras el nacimiento de la niña a quien su madre llamó Victoria, que pesó tres kilos y medio "y era muy chillona", Hilda Pérez y ella se preocuparon por el destino de la criatura y si habría una manera de identificarla luego, en el caso que madre e hija fueran separadas.

Ante la mirada emocionada de Victoria Donda, que quebró en llanto, la mujer reiteró, como en anteriores declaraciones, que le hicieron un pequeño orificio en la oreja, le pasaron "un hilo azul y después vino (el fallecido prefecto Héctor) Febres y se la llevó".

Vieyra e Hilda se juramentaron reunirse todos los 31 de diciembre debajo de un puente para no abandonar la búsqueda de Victoria y hasta apostaban quién de las dos la hallaba primero, pero la madre de la niña fue trasladada en uno de los llamados vuelos de la muerte, decisión de la que también formó parte su cuñado, que había sido testigo de casamiento.

La testigo reconoció a otro de los acusados, Ricardo Miguel Cavallo, como uno de los oficiales "operativos" de la ESMA, a quien señaló como "este señor que está ahí sentadito, lo más campante escribiendo con su computadora y es un asesino".

viernes, 10 de septiembre de 2010

Aguantadero

 Por Martín Granovsky

Entre finales del gobierno de Isabel Perón y comienzos de la dictadura, una de las bases operativas de las patotas argentinas fue Roma, controlada por el jefe de la P Due Licio Gelli. A principios de la dictadura se sumó Venezuela, de donde Emilio Massera hasta hizo traer al embajador Héctor Hidalgo Solá, un radical designado por la junta, para matarlo. Y ahora, a medida que avanzan las investigaciones y los juicios, cada vez cobra mayor importancia el papel de Sudáfrica.

Adriana Marcus, testigo en el juicio por la Escuela de Mecánica de la Armada, relató que Jorge “El Tigre” Acosta le dijo que a él no lo iban a encontrar, que iba a estar en Sudáfrica.

“Ustedes van a ser tan hijas de puta que me van a acusar”, dijo también Acosta según Marcus. Se refería a otras cautivas en la ESMA. La frase revela algo que entonces asombró a la secuestrada. Acosta tenía más noción que ellas sobre el final de la etapa de plomo. “Nosotras, en ese estado, pensábamos que iba a ser para siempre”, dijo la sobreviviente de la represión al testimoniar en el juicio.

A comienzos de la dictadura, Massera fantaseaba con la formación de una OTAS. Así como existía la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN, la alianza atlántica comandada por los Estados Unidos), Massera soñaba con una alianza atlántica meridional integrada por la Argentina, Uruguay, Brasil y Sudáfrica. Los primeros tres países estaban gobernados por dictaduras desde 1976, 1973 y 1964. Sudáfrica vivía bajo el régimen del apartheid, cuyo gobierno no dudaba en defender el proyecto racista con la masacre. En junio de 1976 mató en Soweto a 600 personas que se levantaron contra la enseñanza en idioma afrikaaner, el de los ocupantes blancos. Soweto, próxima a Johannesburgo, había sido creada para albergar sólo a negros.

En esa época quien le prestó atención al tema fue Rodolfo Terragno, que editó la revista Cuestionario y luego la publicación Breviario hasta que se exilió en Londres.

Para el grupo naval de Massera, Sudáfrica era un destino frecuente. Servía como punto de apoyo para hacer negocios y, evidentemente, por el relato de Adriana Marcus, como un aguantadero confiable.

Por esa época, Sudáfrica era una de las claves del tráfico de diamantes.

A través de Sudáfrica circulaban los “diamantes de sangre”, un nombre técnico para designar al tráfico de diamantes como motor de la guerra, tal como sucedió en Angola, Sierra Leona y la República Democrática del Congo. Sudáfrica debía blanquearlos. El sistema ya funcionaba antes de los tres conflictos y los diamantes funcionaban como moneda de la economía negra a mediados de los ’70.

En 1998 el represor Alfredo Astiz prestó declaración ante el entonces juez federal Adolfo Bagnasco. Cuando fue interrogado por una cuenta en Suiza, admitió su existencia pero dijo que sólo la utilizaba para cobrar su sueldo como agregado en la embajada argentina en Sudáfrica.

El Tribuna prohibió el ingreso de militantes de organismos de DDHH


El tribunal Oral Federal 5 que juzga los crímenes cometidos en la ESMA prohibió hoy el ingreso de miembros de distintos organismos de Derechos Humanos, como castigo a la reacción del público que semanas atrás aplaudió la declaración de un sobreviviente del campo de concentración.

La resolución del Tribunal provocó la encendida reacción de los abogados querellantes Luis Zamora y Rodolfo Yansón.

Zamora señaló que se trata de una medida que "afecta principios fundamentales del sistema republicano", mientras que Yansón advirtió que "afecta a personas que ni siquiera aplaudieron o se fueron antes ese día".

El incidente en cuestión se produjo el pasado 27 de agosto, cuando declaró el dirigente ferroportuario y militante del Partido Comunista Carlos Losa, ex detenido en la ESMA, a quien acompañó un nutrido grupo de militantes de su agrupación.

Losa efectuó una encendida y prolongada arenga en el tramo final de su declaración, en la que además denunció que tenía temor por su seguridad y pidió que se unificaran los juicio para que los sobrevivientes de la ESMA no tengan que declarar varias veces.

Cuando terminó de hablar, sus compañeros aplaudieron de pie durante varios minutos desoyendo la exigencia del presidente del tribunal, Daniel Obligado de cesar con esa manifestación de respaldo.

Cuando terminaron los aplausos, el tribunal presidido por el juez Obligado, junto con los vocales Germán Castelli y Ricardo Farias, deliberó sin retirarse de la sala de audiencias, lo que hizo presumir que podía disponer que se se desalojara el recinto, pero en cambio le pidió a Losa que aclare si estaba solicitando algún tipo de protección especial.

Dos semanas después, y al comenzar la audiencia de hoy, el secretario leyó la resolución por la cual se disponía la "restricción de ingreso a la sala de audiencias a todas las personas" que se registraron ese día como público, hasta la fecha en que comiencen los alegatos, previstos para los primeros meses del año próximo, según algunas estimaciones.

Entre ellos, se encontraban militantes de los organismos de Derechos Humanos, a quienes hoy se les prohibió traspasar el control policial y anticiparon que se pronunciarán en contra de la medida dispuesta por "arbitraria".

El ex diputado Zamora, quien tiene a su cargo una de las querellas, consideró que más que un síntoma de disciplina de parte del tribunal la medida "expresa una debilidad", en tanto negó un compromiso previo con los jueces para que se no se llevaran a cabo este tipo de exteriorizaciones en las audiencias.

El abogado advirtió que durante el juicio que comenzó en diciembre "no ha habido desbordes" y que la medida "altera la garantía de las partes" así como también la de las personas "que han venido regularmente" a las audiencias.

Explicó asimismo que algunos familiares de las víctimas concurren sólo cuando los sobrevivientes declaran como testigos "y no vienen más", mientras que Yansón advirtió al respecto que en esa oportunidad "declaraba un dirigente sindical y vinieron compañeros de militancia del gremio", quienes en definitiva fueron los que aplaudieron.

Por último, las querellas manifestaron la esperanza que la medida "se revierta" primando el derecho de los familiares de las victimas "de asistir a estos juicio".

jueves, 9 de septiembre de 2010

Testimonió Adriana Marcus, sobreviviente de la ESMA

Surrealismo y perversión
El trabajo esclavo en la ESMA. Las salidas a comer. Un viaje a México con dos represores. Los pequeños gestos de resistencia, como hacer menos audibles o modificar escuchas telefónicas que les hacían desgrabar.
    
 Por Alejandra Dandan

“Surrealismo”, “condiciones fuera de lo normal”, pronunció en la audiencia. Todo estaba ahí dentro, en la Escuela de Mecánica de la Armada. Eran surrealistas, dijo, las rosas negras que el Tigre Acosta mandó una madrugada a la casa de su madre. Fue surrealista subirse en un avión y hospedarse en un hotel pituco de México con dos represores. Fue extraño ver la cara del portero de Mau Mau cuando saludó a Jorge “Tigre” Acosta como al dueño de casa, o pensar que así como otras secuestradas pintaban con lápiz labial las puertas de un baño del Globo para rebelarse, ella pedía calamaretis fritos porque era el plato más caro. Seguir siendo secuestrada a pesar de la falta de grilletes. O seguir sintiendo la presencia de Ricardo Cavallo cuando su tiempo en la ESMA terminó.

Adriana Marcus habló casi tres horas en la audiencia de ayer del juicio por los crímenes de la ESMA. Frente a ella, a unos cinco metros, estaba sentado Ricardo Cavallo con su computadora personal y sus dos abogados. Cavallo, “Marcelo” en el centro clandestino, parecía un joven profesional que podría haber pasado por estudiante de cualquier carrera. Cavallo fue su último guardia personal.

A Adriana la secuestraron el 26 de agosto de 1978; tenía 22 años, hacía el quinto año de Medicina, trabajaba de enfermera en el Hospital Finochietto por la tarde y por la mañana en el Castex. Cuando iba a poner la llave en la cerradura de su departamento, la puerta se abrió. “Adentro estaba oscuro, sentí un grito –dijo–. Después me di cuenta de que había sido yo.” Le pusieron esposas, una venda, y la tiraron en la parte de atrás de un auto. En la ESMA, sobre un camastro de metal, con el cuerpo desnudo, brazos y piernas abiertas, “me revisaron todos los orificios posibles en busca de una presunta pastilla de cianuro”. La manosearon, la toquetearon, le pellizcaron los pezones amenazándola, preguntándole por personas que supuestamente conocía.

Pasó dos meses en el suelo de gomaespuma de Capuchita. La hicieron bajar varias veces. Verónica Freier, su compañera de celda, estaba segura de que la iban a matar. Le dijo que si a ella le daban alguna tarea, había que aceptarla porque tenía que salvarse para poder contar lo que estaba pasando: “A mí me parecía un horror –dijo Adriana–. Pero me decía que ella era del Partido Obrero y entonces no tenía posibilidad de sobrevivir y que nosotros hiciéramos todo lo posible para sobrevivir”.

El 15 de septiembre la dejaron hablar con su familia. La pasaron a Capucha y luego a un “camarote”, un cuarto con tres camas, una arriba de la otra. Un día llegó la tarea: la llamaron para preguntarle si podía traducir al alemán un dossier sobre la formación de las distintas organizaciones políticas y militares en la Argentina. Les dijo que sí, pidió un diccionario, no tenían, y ella les pidió permiso para consultar las dudas por teléfono con su padre.

La traducción la hacía en el Dorado, donde había una fotocopiadora y compartía una mesa de trabajo con Cristina, otra detenida. Además desgrababan escuchas telefónicas “poco audibles, a las que hacíamos menos audibles todavía”. Omitieron datos o transcribieron fragmentos insignificantes. Un día la llevaron a la “huevera”, una habitación tapizada de envases de huevo para disminuir el ruido. Hicieron que se vistiera bien, que se diera vuelta y mirara a un punto fijo. Los represores Emilio Massera y Armando Lambruschini estaban haciendo el cambio de mando, dijo ella, y probablemente reconociendo lo que había.

“Ocurrían cosas extrañas”, dijo Adriana cuando la idea de lo surrealista se apoderó de la declaración. Los llevaron a una quinta en Del Viso, en una suerte de paseo de amigos, donde convivían represores y víctimas.

“A ver, subversivas –les dijeron una vez–. ¡Vístanse de mujeres!” Y ellas no sabían si tenían que vestirse para un vuelo de la muerte. La llevaron a cenar al Globo con un algunos compañeros, varones y mujeres. “Era muy difícil sostener esa situación –explicó– porque se armaban debates en los que sentías que nos estaban probando para ver si pisábamos el palito, que San Agustín, que Ortega y Gasset, que el rol de las mujeres, que el feminismo.” “Nosotras –añadió– tratábamos de intervenir lo menos posible; tampoco quedarnos calladas: era estar en el filo de la navaja entre no traicionarnos y tampoco abrir un debate para quedarnos en inferioridad y que nos volviesen a meter en Capuchita.”

Otra noche la llevaron a Mau Mau. “Sé que estaba Astiz y era muy desagradable porque, si bien no teníamos las capuchas, estábamos presas, y había que estar.”

“Acosta nos dijo que se habían equivocado con nosotras –contó–, que nos tenían que haber matado porque íbamos a ser tan hijas de puta de acusarlos en alguno de los Nüremberg, pero nos aseguró que para entonces, él iba a estar muy lejos, que se iba a ir Sudáfrica.” Lenta. Calmada. Después de pedir un vaso de agua al tribunal, Adriana continuaba hablando, incluso sobre la posibilidad de ese juicio que les parecía tan lejano. “Teníamos la sensación de que ese estado de cosas eran para siempre, que no iban a terminar.”

El 24 de abril de 1979 entró en un período de trabajo forzado en un departamento de Jaramillo y Zapiola en el que funcionaba una oficina de prensa al servicio del proyecto político de Massera, donde clasificaban información. En el garaje había una biblioteca donde habían puesto, “evidentemente”, los libros que se habían robado de la casa de los secuestrados. Ellos poco a poco los fueron “recuperando”.

Adriana hizo un viaje a México con Adolfo Miguel Donda y Alberto Eduardo “el Gato” González. Le dieron un pasaporte falso. “No sé qué iban a hacer; tal vez el ser tres les era más creíble que ser dos hombres solos.” Una primera idea era que iban porque estaba Jaime Dri. Con alguna de sus compañeras, Adriana pensó que quizás iban a ir a buscarlo para mostrarlo como trofeo en la ESMA. Una noche entró en su cuarto el Gato con un intento de empezar un manoseo. “Se ligó un rodillazo y se fue a las puteadas; evidentemente no había conciencia del costo que podría tener, pero no lo tuvo.”

En el DF fueron a la iglesia, a comer, vieron El huevo de la serpiente en el cine, anduvieron en el metro y, por el parque de la Universidad Autónoma, Donda le dijo que tenía un hermano que era “subversivo” como ellos, que no había podido hacer nada por él, pero que había “salvado” a su sobrina. (Donda se quedó con la hija mayor de su hermano. La menor, Victoria Donda, nació en la ESMA y fue apropiada luego de la desaparición de sus padres.)

El padre de Adriana pidió por ella en el Ministerio del Interior, en la Embajada de Israel y, como son alemanes, en la Embajada de Alemania. El cónsul o embajador lo puso en contacto con alguien que tiempo después reconocieron como Carlos Españadero, del Servicio de Inteligencia del Ejército. Lejos de ser alguien dispuesto a ayudar, a su padre le pareció que buscaba información. Tiempo después, la embajada aseguró ante el colectivo de exiliados y familiares que le habían salvado la vida. Adriana le dijo al responsable de ese momento que no era así, que más bien había habido complicidad.

Rolón tiró arroz en la boda de su hija

 Por Rodolfo Yanzón, abogado especialista en DD.HH. 

El juez federal Sergio Torres le otorgó ese beneficio al ex marino, detenido en Marcos Paz. El viernes lluvioso y gris no impidió que cerca del Río de la Plata una pareja festejara la celebración de su matrimonio junto a unos cuarenta invitados. Un apellido se reiteró entre los presentes: Rolón. Entre los comensales que se preparaban a paladear los platos y degustar los vinos elegidos se encontraba el padre de la novia, Juan Carlos.

Llegó puntualmente a las 14 horas al Centro Naval de Olivos, conducido en un vehículo del Servicio Penitenciario Federal y custodiado por unos pocos agentes. Días antes, Juan Carlos Rolón había escuchado, en la sala de audiencias en la que está siendo juzgado, a Martín Gras, sobreviviente de la Esma. Gras, al finalizar su testimonio, recordó que estando cautivo en el campo de exterminio Rolón le dijo, pensando que podía haber un juicio como el de Nüremberg, “a mí no me gusta torturar”. “No te gustará, pero torturaste”, le dijo Gras. “Prometeme que si hay un juicio vas a decir que a mí no me gusta torturar”, le dijo el verdugo. “Si hay un juicio, te prometo voy a declarar que dijiste que no te gustaba torturar, pero que torturaste”, fue la respuesta. “Después de más de treinta años, cumplo con esa promesa”, concluyó Gras su declaración ante el Tribunal Oral Federal 5 (TOF 5).

Días atrás el abogado defensor Alfredo Solari, pagado por la Armada Argentina, viajó a Miami para evitar que los Estados Unidos extraditen a Roberto Bravo, uno de los responsables de la masacre de Trelew, porque el hombre fue exculpado por la Justicia Militar y porque argumentó que existe una persecución política contra los uniformados. Apenas regresado al país se presentó ante el juzgado federal de Sergio Torres para pedir que autorizacen a su asistido Rolón a ir a la celebración del casamiento de su hija. Aunque no está contemplado en la legislación, el juez lo concedió para fortalecer las relaciones familiares del preso y porque se encuentra privado de libertad desde 2003 sin sentencia firme. Se concretaba así la salida de la cárcel para ir a un lugar en el que se codean los hombres del arma, de picana y capucha. Una vez más se reiteran privilegios para imputados de crímenes de lesa humanidad que no se otorgan a presos comunes. Hasta el día de hoy, para el TOF 5 que lo está juzgando, Rolón jamás salió de la cárcel. Nadie le avisó. Y tanto la fiscalía como los querellantes se vieron privados de emitir opinión sobre un hecho que puede incidir negativamente en el desarrollo del juicio.

El criterio que benefició a Rolón fue plasmado años atrás, en los que se concedieron salidas por los motivos más variados. El caso más conocido es el de Héctor Febrés, que murió por ingesta de cianuro en una base de la Prefectura Naval, mientras contaba las horas para conocer el veredicto del tribunal que lo estaba juzgando. Febrés pasó vacaciones de verano junto a su familia a cientos de kilómetros de su lugar de detención. Otros motivos para salir de la cárcel fueron los médicos. Desde que perdieron su libertad, la valiente muchachada de la Armada comenzó a tener tantas dolencias y achaques que no alcanzan los días para ser atendidos y tuvieron que ir en yunta a los mismos profesionales.
Un caso de gravedad fue el de Oscar Lanzón, también imputado en la causa Esma. Alegó ser alcohólico y así obtuvo el arresto domiciliario, aunque la ley sólo lo prevé para mayores de setenta años y enfermos terminales.
El mismo día del inicio del juicio oral en diciembre de 2009, algunos imputados no asistieron a la audiencia porque estaban internados en el Hospital Naval por lumbalgias. Ricardo Cavallo pasó unos cuarenta días fuera de la cárcel, internado en ese hospital, sin que el TOF 5 se enterara.
Si algún desprevenido cree que estas salidas irregulares son los hechos más graves que sucedieron con el cumplimiento de la prisiones preventivas, se equivoca. La Sala II de la Cámara Nacional de Casación Penal dejó en libertad en los últimos meses a varios procesados en la causa Esma, a pesar de la gravedad de las imputaciones y del efecto contraproducente que puede generar en los testigos sobrevivientes. Éste es un privilegio que los jueces otorgan a criminales de lesa humanidad, que hizo que la Cámara de Casación reviera sus criterios. A partir de la reapertura de estos juicios, la libertad comenzó a ser tenida en cuenta por los magistrados. Si bien esto es un avance en los procesos penales, no deja de tener cierto tufillo, ya que los cambios a favor de la libertad se producen en estas causas.
El juez Sergio Torres se opuso a las libertades al igual que la Cámara Federal de Apelaciones. La clave en estos casos está en el funcionamiento y composición de Casación. Por eso es que las palabras del juez de la Corte Suprema, Ricardo Lorenzetti, respecto de la necesidad y urgencia para que se cubran las vacantes en los distintos tribunales, no sólo deben ser una inquietud sino también una obligación de primera línea para el poder político. Los dos jueces de la Sala II de Casación que liberan a criminales de lesa humanidad, Guillermo Yacobucci y Luis María García, no son jueces titulares del tribunal y fueron denunciados ante el Consejo de la Magistratura.
Otro asunto es el de los arrestos domiciliarios, en el que los jueces tienen distintos criterios. A pesar de que Sergio Torres exige a los imputados que todo egreso de sus viviendas debe realizarse con custodia y vigilancia penitenciaria, el TOF 5 les permite salir con la única condición de avisar. Así se pudo ver a miembros del grupo de tareas, como el teniente coronel del Ejército, Julio César Coronel, (a) Maco, estacionando su auto en la Avenida Comodoro Py.
Estos privilegios, además de indebidos, jamás serán suficientes. Los imputados han realizado distintas acciones para llamar la atención sobre lo que ellos mencionan como “agravamiento de condiciones de detención”. Es que, al fin y al cabo, no pueden aceptar que militares estén recluidos en cárceles construidas para civiles pobres y por orden de jueces civiles que no conocen el honor militar ni la obediencia debida. El procurador penitenciario, Francisco Mugnolo, que sí los conoce por su hermano militar, intentó un salvataje para los muchachos, pero sin éxito.

Mientras se escriben estas líneas, los jueces conferencian en el Hotel Hilton acerca de las prioridades de la Justicia, y Juan Carlos Rolón, torturador sin escarapelas, brinda con camaradas en un quincho naval junto al río, blasfema contra abogados, jueces y “fiscales montoneros”, mirando de reojo la bandeja de calentitos.