Surrealismo y perversión
El trabajo esclavo en la ESMA. Las salidas a comer. Un viaje a México con dos represores. Los pequeños gestos de resistencia, como hacer menos audibles o modificar escuchas telefónicas que les hacían desgrabar.
Por Alejandra Dandan
“Surrealismo”, “condiciones fuera de lo normal”, pronunció en la audiencia. Todo estaba ahí dentro, en la Escuela de Mecánica de la Armada. Eran surrealistas, dijo, las rosas negras que el Tigre Acosta mandó una madrugada a la casa de su madre. Fue surrealista subirse en un avión y hospedarse en un hotel pituco de México con dos represores. Fue extraño ver la cara del portero de Mau Mau cuando saludó a Jorge “Tigre” Acosta como al dueño de casa, o pensar que así como otras secuestradas pintaban con lápiz labial las puertas de un baño del Globo para rebelarse, ella pedía calamaretis fritos porque era el plato más caro. Seguir siendo secuestrada a pesar de la falta de grilletes. O seguir sintiendo la presencia de Ricardo Cavallo cuando su tiempo en la ESMA terminó.
Adriana Marcus habló casi tres horas en la audiencia de ayer del juicio por los crímenes de la ESMA. Frente a ella, a unos cinco metros, estaba sentado Ricardo Cavallo con su computadora personal y sus dos abogados. Cavallo, “Marcelo” en el centro clandestino, parecía un joven profesional que podría haber pasado por estudiante de cualquier carrera. Cavallo fue su último guardia personal.
A Adriana la secuestraron el 26 de agosto de 1978; tenía 22 años, hacía el quinto año de Medicina, trabajaba de enfermera en el Hospital Finochietto por la tarde y por la mañana en el Castex. Cuando iba a poner la llave en la cerradura de su departamento, la puerta se abrió. “Adentro estaba oscuro, sentí un grito –dijo–. Después me di cuenta de que había sido yo.” Le pusieron esposas, una venda, y la tiraron en la parte de atrás de un auto. En la ESMA, sobre un camastro de metal, con el cuerpo desnudo, brazos y piernas abiertas, “me revisaron todos los orificios posibles en busca de una presunta pastilla de cianuro”. La manosearon, la toquetearon, le pellizcaron los pezones amenazándola, preguntándole por personas que supuestamente conocía.
Pasó dos meses en el suelo de gomaespuma de Capuchita. La hicieron bajar varias veces. Verónica Freier, su compañera de celda, estaba segura de que la iban a matar. Le dijo que si a ella le daban alguna tarea, había que aceptarla porque tenía que salvarse para poder contar lo que estaba pasando: “A mí me parecía un horror –dijo Adriana–. Pero me decía que ella era del Partido Obrero y entonces no tenía posibilidad de sobrevivir y que nosotros hiciéramos todo lo posible para sobrevivir”.
El 15 de septiembre la dejaron hablar con su familia. La pasaron a Capucha y luego a un “camarote”, un cuarto con tres camas, una arriba de la otra. Un día llegó la tarea: la llamaron para preguntarle si podía traducir al alemán un dossier sobre la formación de las distintas organizaciones políticas y militares en la Argentina. Les dijo que sí, pidió un diccionario, no tenían, y ella les pidió permiso para consultar las dudas por teléfono con su padre.
La traducción la hacía en el Dorado, donde había una fotocopiadora y compartía una mesa de trabajo con Cristina, otra detenida. Además desgrababan escuchas telefónicas “poco audibles, a las que hacíamos menos audibles todavía”. Omitieron datos o transcribieron fragmentos insignificantes. Un día la llevaron a la “huevera”, una habitación tapizada de envases de huevo para disminuir el ruido. Hicieron que se vistiera bien, que se diera vuelta y mirara a un punto fijo. Los represores Emilio Massera y Armando Lambruschini estaban haciendo el cambio de mando, dijo ella, y probablemente reconociendo lo que había.
“Ocurrían cosas extrañas”, dijo Adriana cuando la idea de lo surrealista se apoderó de la declaración. Los llevaron a una quinta en Del Viso, en una suerte de paseo de amigos, donde convivían represores y víctimas.
“A ver, subversivas –les dijeron una vez–. ¡Vístanse de mujeres!” Y ellas no sabían si tenían que vestirse para un vuelo de la muerte. La llevaron a cenar al Globo con un algunos compañeros, varones y mujeres. “Era muy difícil sostener esa situación –explicó– porque se armaban debates en los que sentías que nos estaban probando para ver si pisábamos el palito, que San Agustín, que Ortega y Gasset, que el rol de las mujeres, que el feminismo.” “Nosotras –añadió– tratábamos de intervenir lo menos posible; tampoco quedarnos calladas: era estar en el filo de la navaja entre no traicionarnos y tampoco abrir un debate para quedarnos en inferioridad y que nos volviesen a meter en Capuchita.”
Otra noche la llevaron a Mau Mau. “Sé que estaba Astiz y era muy desagradable porque, si bien no teníamos las capuchas, estábamos presas, y había que estar.”
“Acosta nos dijo que se habían equivocado con nosotras –contó–, que nos tenían que haber matado porque íbamos a ser tan hijas de puta de acusarlos en alguno de los Nüremberg, pero nos aseguró que para entonces, él iba a estar muy lejos, que se iba a ir Sudáfrica.” Lenta. Calmada. Después de pedir un vaso de agua al tribunal, Adriana continuaba hablando, incluso sobre la posibilidad de ese juicio que les parecía tan lejano. “Teníamos la sensación de que ese estado de cosas eran para siempre, que no iban a terminar.”
El 24 de abril de 1979 entró en un período de trabajo forzado en un departamento de Jaramillo y Zapiola en el que funcionaba una oficina de prensa al servicio del proyecto político de Massera, donde clasificaban información. En el garaje había una biblioteca donde habían puesto, “evidentemente”, los libros que se habían robado de la casa de los secuestrados. Ellos poco a poco los fueron “recuperando”.
Adriana hizo un viaje a México con Adolfo Miguel Donda y Alberto Eduardo “el Gato” González. Le dieron un pasaporte falso. “No sé qué iban a hacer; tal vez el ser tres les era más creíble que ser dos hombres solos.” Una primera idea era que iban porque estaba Jaime Dri. Con alguna de sus compañeras, Adriana pensó que quizás iban a ir a buscarlo para mostrarlo como trofeo en la ESMA. Una noche entró en su cuarto el Gato con un intento de empezar un manoseo. “Se ligó un rodillazo y se fue a las puteadas; evidentemente no había conciencia del costo que podría tener, pero no lo tuvo.”
En el DF fueron a la iglesia, a comer, vieron El huevo de la serpiente en el cine, anduvieron en el metro y, por el parque de la Universidad Autónoma, Donda le dijo que tenía un hermano que era “subversivo” como ellos, que no había podido hacer nada por él, pero que había “salvado” a su sobrina. (Donda se quedó con la hija mayor de su hermano. La menor, Victoria Donda, nació en la ESMA y fue apropiada luego de la desaparición de sus padres.)
El padre de Adriana pidió por ella en el Ministerio del Interior, en la Embajada de Israel y, como son alemanes, en la Embajada de Alemania. El cónsul o embajador lo puso en contacto con alguien que tiempo después reconocieron como Carlos Españadero, del Servicio de Inteligencia del Ejército. Lejos de ser alguien dispuesto a ayudar, a su padre le pareció que buscaba información. Tiempo después, la embajada aseguró ante el colectivo de exiliados y familiares que le habían salvado la vida. Adriana le dijo al responsable de ese momento que no era así, que más bien había habido complicidad.
El trabajo esclavo en la ESMA. Las salidas a comer. Un viaje a México con dos represores. Los pequeños gestos de resistencia, como hacer menos audibles o modificar escuchas telefónicas que les hacían desgrabar.
Por Alejandra Dandan
“Surrealismo”, “condiciones fuera de lo normal”, pronunció en la audiencia. Todo estaba ahí dentro, en la Escuela de Mecánica de la Armada. Eran surrealistas, dijo, las rosas negras que el Tigre Acosta mandó una madrugada a la casa de su madre. Fue surrealista subirse en un avión y hospedarse en un hotel pituco de México con dos represores. Fue extraño ver la cara del portero de Mau Mau cuando saludó a Jorge “Tigre” Acosta como al dueño de casa, o pensar que así como otras secuestradas pintaban con lápiz labial las puertas de un baño del Globo para rebelarse, ella pedía calamaretis fritos porque era el plato más caro. Seguir siendo secuestrada a pesar de la falta de grilletes. O seguir sintiendo la presencia de Ricardo Cavallo cuando su tiempo en la ESMA terminó.
Adriana Marcus habló casi tres horas en la audiencia de ayer del juicio por los crímenes de la ESMA. Frente a ella, a unos cinco metros, estaba sentado Ricardo Cavallo con su computadora personal y sus dos abogados. Cavallo, “Marcelo” en el centro clandestino, parecía un joven profesional que podría haber pasado por estudiante de cualquier carrera. Cavallo fue su último guardia personal.
A Adriana la secuestraron el 26 de agosto de 1978; tenía 22 años, hacía el quinto año de Medicina, trabajaba de enfermera en el Hospital Finochietto por la tarde y por la mañana en el Castex. Cuando iba a poner la llave en la cerradura de su departamento, la puerta se abrió. “Adentro estaba oscuro, sentí un grito –dijo–. Después me di cuenta de que había sido yo.” Le pusieron esposas, una venda, y la tiraron en la parte de atrás de un auto. En la ESMA, sobre un camastro de metal, con el cuerpo desnudo, brazos y piernas abiertas, “me revisaron todos los orificios posibles en busca de una presunta pastilla de cianuro”. La manosearon, la toquetearon, le pellizcaron los pezones amenazándola, preguntándole por personas que supuestamente conocía.
Pasó dos meses en el suelo de gomaespuma de Capuchita. La hicieron bajar varias veces. Verónica Freier, su compañera de celda, estaba segura de que la iban a matar. Le dijo que si a ella le daban alguna tarea, había que aceptarla porque tenía que salvarse para poder contar lo que estaba pasando: “A mí me parecía un horror –dijo Adriana–. Pero me decía que ella era del Partido Obrero y entonces no tenía posibilidad de sobrevivir y que nosotros hiciéramos todo lo posible para sobrevivir”.
El 15 de septiembre la dejaron hablar con su familia. La pasaron a Capucha y luego a un “camarote”, un cuarto con tres camas, una arriba de la otra. Un día llegó la tarea: la llamaron para preguntarle si podía traducir al alemán un dossier sobre la formación de las distintas organizaciones políticas y militares en la Argentina. Les dijo que sí, pidió un diccionario, no tenían, y ella les pidió permiso para consultar las dudas por teléfono con su padre.
La traducción la hacía en el Dorado, donde había una fotocopiadora y compartía una mesa de trabajo con Cristina, otra detenida. Además desgrababan escuchas telefónicas “poco audibles, a las que hacíamos menos audibles todavía”. Omitieron datos o transcribieron fragmentos insignificantes. Un día la llevaron a la “huevera”, una habitación tapizada de envases de huevo para disminuir el ruido. Hicieron que se vistiera bien, que se diera vuelta y mirara a un punto fijo. Los represores Emilio Massera y Armando Lambruschini estaban haciendo el cambio de mando, dijo ella, y probablemente reconociendo lo que había.
“Ocurrían cosas extrañas”, dijo Adriana cuando la idea de lo surrealista se apoderó de la declaración. Los llevaron a una quinta en Del Viso, en una suerte de paseo de amigos, donde convivían represores y víctimas.
“A ver, subversivas –les dijeron una vez–. ¡Vístanse de mujeres!” Y ellas no sabían si tenían que vestirse para un vuelo de la muerte. La llevaron a cenar al Globo con un algunos compañeros, varones y mujeres. “Era muy difícil sostener esa situación –explicó– porque se armaban debates en los que sentías que nos estaban probando para ver si pisábamos el palito, que San Agustín, que Ortega y Gasset, que el rol de las mujeres, que el feminismo.” “Nosotras –añadió– tratábamos de intervenir lo menos posible; tampoco quedarnos calladas: era estar en el filo de la navaja entre no traicionarnos y tampoco abrir un debate para quedarnos en inferioridad y que nos volviesen a meter en Capuchita.”
Otra noche la llevaron a Mau Mau. “Sé que estaba Astiz y era muy desagradable porque, si bien no teníamos las capuchas, estábamos presas, y había que estar.”
“Acosta nos dijo que se habían equivocado con nosotras –contó–, que nos tenían que haber matado porque íbamos a ser tan hijas de puta de acusarlos en alguno de los Nüremberg, pero nos aseguró que para entonces, él iba a estar muy lejos, que se iba a ir Sudáfrica.” Lenta. Calmada. Después de pedir un vaso de agua al tribunal, Adriana continuaba hablando, incluso sobre la posibilidad de ese juicio que les parecía tan lejano. “Teníamos la sensación de que ese estado de cosas eran para siempre, que no iban a terminar.”
El 24 de abril de 1979 entró en un período de trabajo forzado en un departamento de Jaramillo y Zapiola en el que funcionaba una oficina de prensa al servicio del proyecto político de Massera, donde clasificaban información. En el garaje había una biblioteca donde habían puesto, “evidentemente”, los libros que se habían robado de la casa de los secuestrados. Ellos poco a poco los fueron “recuperando”.
Adriana hizo un viaje a México con Adolfo Miguel Donda y Alberto Eduardo “el Gato” González. Le dieron un pasaporte falso. “No sé qué iban a hacer; tal vez el ser tres les era más creíble que ser dos hombres solos.” Una primera idea era que iban porque estaba Jaime Dri. Con alguna de sus compañeras, Adriana pensó que quizás iban a ir a buscarlo para mostrarlo como trofeo en la ESMA. Una noche entró en su cuarto el Gato con un intento de empezar un manoseo. “Se ligó un rodillazo y se fue a las puteadas; evidentemente no había conciencia del costo que podría tener, pero no lo tuvo.”
En el DF fueron a la iglesia, a comer, vieron El huevo de la serpiente en el cine, anduvieron en el metro y, por el parque de la Universidad Autónoma, Donda le dijo que tenía un hermano que era “subversivo” como ellos, que no había podido hacer nada por él, pero que había “salvado” a su sobrina. (Donda se quedó con la hija mayor de su hermano. La menor, Victoria Donda, nació en la ESMA y fue apropiada luego de la desaparición de sus padres.)
El padre de Adriana pidió por ella en el Ministerio del Interior, en la Embajada de Israel y, como son alemanes, en la Embajada de Alemania. El cónsul o embajador lo puso en contacto con alguien que tiempo después reconocieron como Carlos Españadero, del Servicio de Inteligencia del Ejército. Lejos de ser alguien dispuesto a ayudar, a su padre le pareció que buscaba información. Tiempo después, la embajada aseguró ante el colectivo de exiliados y familiares que le habían salvado la vida. Adriana le dijo al responsable de ese momento que no era así, que más bien había habido complicidad.
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