Por Martín Granovsky
Entre finales del gobierno de Isabel Perón y comienzos de la dictadura, una de las bases operativas de las patotas argentinas fue Roma, controlada por el jefe de la P Due Licio Gelli. A principios de la dictadura se sumó Venezuela, de donde Emilio Massera hasta hizo traer al embajador Héctor Hidalgo Solá, un radical designado por la junta, para matarlo. Y ahora, a medida que avanzan las investigaciones y los juicios, cada vez cobra mayor importancia el papel de Sudáfrica.
Adriana Marcus, testigo en el juicio por la Escuela de Mecánica de la Armada, relató que Jorge “El Tigre” Acosta le dijo que a él no lo iban a encontrar, que iba a estar en Sudáfrica.
“Ustedes van a ser tan hijas de puta que me van a acusar”, dijo también Acosta según Marcus. Se refería a otras cautivas en la ESMA. La frase revela algo que entonces asombró a la secuestrada. Acosta tenía más noción que ellas sobre el final de la etapa de plomo. “Nosotras, en ese estado, pensábamos que iba a ser para siempre”, dijo la sobreviviente de la represión al testimoniar en el juicio.
A comienzos de la dictadura, Massera fantaseaba con la formación de una OTAS. Así como existía la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN, la alianza atlántica comandada por los Estados Unidos), Massera soñaba con una alianza atlántica meridional integrada por la Argentina, Uruguay, Brasil y Sudáfrica. Los primeros tres países estaban gobernados por dictaduras desde 1976, 1973 y 1964. Sudáfrica vivía bajo el régimen del apartheid, cuyo gobierno no dudaba en defender el proyecto racista con la masacre. En junio de 1976 mató en Soweto a 600 personas que se levantaron contra la enseñanza en idioma afrikaaner, el de los ocupantes blancos. Soweto, próxima a Johannesburgo, había sido creada para albergar sólo a negros.
En esa época quien le prestó atención al tema fue Rodolfo Terragno, que editó la revista Cuestionario y luego la publicación Breviario hasta que se exilió en Londres.
Para el grupo naval de Massera, Sudáfrica era un destino frecuente. Servía como punto de apoyo para hacer negocios y, evidentemente, por el relato de Adriana Marcus, como un aguantadero confiable.
Por esa época, Sudáfrica era una de las claves del tráfico de diamantes.
A través de Sudáfrica circulaban los “diamantes de sangre”, un nombre técnico para designar al tráfico de diamantes como motor de la guerra, tal como sucedió en Angola, Sierra Leona y la República Democrática del Congo. Sudáfrica debía blanquearlos. El sistema ya funcionaba antes de los tres conflictos y los diamantes funcionaban como moneda de la economía negra a mediados de los ’70.
En 1998 el represor Alfredo Astiz prestó declaración ante el entonces juez federal Adolfo Bagnasco. Cuando fue interrogado por una cuenta en Suiza, admitió su existencia pero dijo que sólo la utilizaba para cobrar su sueldo como agregado en la embajada argentina en Sudáfrica.
Entre finales del gobierno de Isabel Perón y comienzos de la dictadura, una de las bases operativas de las patotas argentinas fue Roma, controlada por el jefe de la P Due Licio Gelli. A principios de la dictadura se sumó Venezuela, de donde Emilio Massera hasta hizo traer al embajador Héctor Hidalgo Solá, un radical designado por la junta, para matarlo. Y ahora, a medida que avanzan las investigaciones y los juicios, cada vez cobra mayor importancia el papel de Sudáfrica.
Adriana Marcus, testigo en el juicio por la Escuela de Mecánica de la Armada, relató que Jorge “El Tigre” Acosta le dijo que a él no lo iban a encontrar, que iba a estar en Sudáfrica.
“Ustedes van a ser tan hijas de puta que me van a acusar”, dijo también Acosta según Marcus. Se refería a otras cautivas en la ESMA. La frase revela algo que entonces asombró a la secuestrada. Acosta tenía más noción que ellas sobre el final de la etapa de plomo. “Nosotras, en ese estado, pensábamos que iba a ser para siempre”, dijo la sobreviviente de la represión al testimoniar en el juicio.
A comienzos de la dictadura, Massera fantaseaba con la formación de una OTAS. Así como existía la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN, la alianza atlántica comandada por los Estados Unidos), Massera soñaba con una alianza atlántica meridional integrada por la Argentina, Uruguay, Brasil y Sudáfrica. Los primeros tres países estaban gobernados por dictaduras desde 1976, 1973 y 1964. Sudáfrica vivía bajo el régimen del apartheid, cuyo gobierno no dudaba en defender el proyecto racista con la masacre. En junio de 1976 mató en Soweto a 600 personas que se levantaron contra la enseñanza en idioma afrikaaner, el de los ocupantes blancos. Soweto, próxima a Johannesburgo, había sido creada para albergar sólo a negros.
En esa época quien le prestó atención al tema fue Rodolfo Terragno, que editó la revista Cuestionario y luego la publicación Breviario hasta que se exilió en Londres.
Para el grupo naval de Massera, Sudáfrica era un destino frecuente. Servía como punto de apoyo para hacer negocios y, evidentemente, por el relato de Adriana Marcus, como un aguantadero confiable.
Por esa época, Sudáfrica era una de las claves del tráfico de diamantes.
A través de Sudáfrica circulaban los “diamantes de sangre”, un nombre técnico para designar al tráfico de diamantes como motor de la guerra, tal como sucedió en Angola, Sierra Leona y la República Democrática del Congo. Sudáfrica debía blanquearlos. El sistema ya funcionaba antes de los tres conflictos y los diamantes funcionaban como moneda de la economía negra a mediados de los ’70.
En 1998 el represor Alfredo Astiz prestó declaración ante el entonces juez federal Adolfo Bagnasco. Cuando fue interrogado por una cuenta en Suiza, admitió su existencia pero dijo que sólo la utilizaba para cobrar su sueldo como agregado en la embajada argentina en Sudáfrica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario