viernes, 18 de marzo de 2011

Otro testimonio, Esther González, secuestrada en la ESMA, vecina de Rodolfo Walsh

“Había uno que me levantaba la capucha”

A pedido de los abogados del escritor desaparecido, Esther contó su calvario a manos de la Marina. Su testimonio fue requerido por el valor de confirmar que fue una patota de esa fuerza la que estaba buscando a Walsh en el Tigre.

 Por Alejandra Dandan

Como si todavía estuviese ahí, con los ojos tapados, la capucha blanca transparente presionando sobre algodones que llegaron a sofocarla, Esther González habló de la Escuela de Mecánica de la Armada. “Creo que estuve ahí –dijo–, porque se oían aviones, era un lugar cerca de Aeroparque, y después leí relatos cuando empezaron a aparecer los sobrevivientes, confirmé más la idea porque por ejemplo había un personaje que arrastraba cadenas que cada tanto me levantaba la capucha para ver si alguien me conocía y me identificaba, a ese personaje le llamaban los Pedros, después leí que eran como los cadeneros, que tenían una función.”

Esther todavía no sabe dónde estuvo pero ayer, aún así con esas dudas, declaró en el juicio oral de la ESMA. Llegó a pedido de la querella de Rodolfo Walsh porque era una de las vecinas de ese espacio que empezó a recorrerse nuevamente durante estos meses, que fue a la orilla del río Carapachay, en el Tigre, donde el periodista y su compañera Lilia Ferreyra alquilaban una casa.

Hasta ahora habían declarado varios vecinos: Chiquita Constenla, la viuda de Pablo Giussani y, la semana pasada, Hugo Rapoport. Desde hace tiempo faltaba este relato. Esther ocupaba la primera construcción de esa hilera imaginaria de vecinos con su marido, el historiador Leandro Gutiérrez. Uno de esos fines de semana se los llevaron secuestrados.

“Fue el 18 o 19 de septiembre de 1976 –dijo ella–; mi marido y yo estábamos con una pareja de amigos.” Al lado estaba la casa de Walsh, al que casi nunca veían porque hacía tiempo que no iba a la isla. “Esa tarde de sábado apareció un muchacho que venía como del lado del Paraná –explicó– en un bote, venía remando y vemos que se acerca a la casa de Walsh, baja y se mete en el muelle, y como nos sorprendió, le preguntamos qué hacía y nos dijo que venía remando desde Rosario y quería entrar ahí para hacer un asado.”

Rapoport había dicho que era política de buenos vecinos acercarse en esas situaciones a quienes llegaban a los jardines de las casas desocupadas. “Le dijimos que era una propiedad privada –recordó Esther–, que si no tenía dónde ir podía ir a pasar el día enfrente, donde había una propiedad abandonada; él dijo gracias, y nosotros no pensamos más en el asunto; al atardecer lo vimos caminar en la orilla del otro lado, pero bueno no le dimos más importancia.”

Los amigos de Esther se quedaron a dormir. “En la madrugada, no sé qué hora sería, golpearon la puerta con mucha violencia, fuimos a abrir y entró un grupo de personas que estaban armadas y llevaban pasamontañas. No sé cuántos eran, había un jefe y el resto me daba la sensación de que eran la tropa; recuerdo como cinco o seis, pero había muchos más afuera. La casa estaba bloqueada, obviamente nos asustamos.”

Revisaron todo. Les dijeron que iban a llevárselos porque había un número de teléfono escrito en la puerta de un placard. Que tenían que averiguar de qué se trataba, aunque Esther siempre creyó que todo eso fue una excusa.

“Nos encapucharon, nos esposaron y nos subieron a una lancha de pasajeros”, dijo. Primero pararon en el puerto, los bajaron, les volvieron a poner las capuchas y les advirtieron que si se las levantaban les iban a pegar. Esther se puso a llorar en ese momento: “Mi marido –dijo– inconscientemente levantó la cabeza, y le dieron una trompada, le saltaron los dientes”.

Llegaron al lugar donde iban a permanecer secuestrados durante las siguientes 48 horas en una ambulancia. Esther nunca vio el interior. Sabe que primero estuvo sentada al aire libre, que después la llevaron a un subsuelo donde hacía mucho calor y se oía una música permanente y muy fuerte; donde ella quedó tirada en el piso, encima de una colchoneta con antiparras y algodones hundidos en los ojos.

Frente a ella, en la sala, la escuchan familiares, sobrevivientes y también una de sus hijas. Mientras tanto, ella parece meterse con la reconstrucción nuevamente en esa zona de tinieblas.

“Bueno, así estuve mucho tiempo, no sé cuánto, me dieron algo para tomar, era como un caldo y un sandwich de carne pero no pude comer nada; había gente que veía porque me pedían la comida que yo no comía, así que no todos estaban encapuchados. Así pasó un día; al otro, en un momento dado, me llevaron a interrogar, pero no me hicieron ninguna pregunta de nada, fue un interrogatorio formal: ellos sabían que yo había estudiado psicología, me preguntaron si hacía grupos de Freud, y después si los veía o no los veía.”

Poco después la subieron, pasó por un baño que ahora sirve para terminar de saber si eso que cree que era la ESMA, lo era. Volvieron a ponerla en contacto con su marido. A Leandro Gutiérrez no le habían preguntado por Walsh, sino por su viaje a México, cosas que Esther nunca entendió: ¿cuánto demoró desde el aeropuerto hasta determinado hotel? O ¿cuál había sido la ruta? Antes de sacarlos, un guardia con tono provinciano les dijo que se alegraba de que ese día, que era el Día de la Primavera, alguien quedara en libertad. Así supieron que era 21 de septiembre, el mismo día de la Noche de los Lápices o del secuestro a Orlando Letelier, decía Patricia Walsh, todavía shockeada por los datos.

“Yo estaba en un estado deplorable; seguíamos encapuchados, nos pusieron en un coche, nos dejaron a la madrugada, serían las cinco o seis, en un lugar que después nos dimos cuenta que era Florida, nos dijeron que contáramos hasta 150, que después podíamos abrir los ojos y que si llegábamos a ver a alguno íbamos a ser boleta.”

Cuando terminaron de contar, volvieron a escuchar el ruido de un auto. Tuvieron miedo. De pronto oyeron que el ruido no estaba más y pensaron que debían estar liberando a otros prisioneros. “Nos encaminamos a la parada del colectivo que nos llevó por Cabildo o Belgrano, estábamos en un estado tan deplorable, tan sucio y maloliente que me sorprendió que el colectivero no se sorprendiese de vernos así, lo tomó como muy natural, eso me llamó la atención.”

En la sala siguieron las preguntas. Le preguntaron nuevamente por la ESMA. Ella volvió a ese lugar: “Una mujer que lloraba –decía–, lo único que escuché, lloraba y se quejaba y decía... ‘callate Blanca, callate’. Yo después lo asocié con los Tarnospolsky, eso es lo único que escuché”. La familia Tarnospolsky estaba secuestrada en la ESMA.

Nunca más volvió a ver a sus amigos. Se rió y fue la única vez que lo hizo cuando dijo que tal había sido el susto que nunca quisieron tomarse ni un café. De la casa de Walsh, Esther se quedó convencida de que los marinos se quedaron ese día en el fondo, en esos lugares donde las islas se hacen parte del monte que nadie puede terminar de ganar. Que a su casa seguro la usaron como base de operaciones para esperar que Walsh apareciera. Su testimonio sirvió por la ESMA, pero para confirmar que eran los marinos los que ya estaban detrás de Walsh. Esther fue la última testigo del juicio cuya fecha de cierre se estima para la primera semana de julio.

martes, 15 de marzo de 2011

Juicio oral por el secuestro y desaparición de la joven sueca Dagmar Hagelin

Elevaron a jucio oral la causa por el secuestro y desaparición de la joven sueca durante la dictadura

Dagmar Hagelin, joven sueca desaparecida 27 de enero de 1977

Los represores Alfredo Astiz, Ricardo Cavallo y Jorge “Tigre” Acosta, entre otros, serán sometidos a juicio oral y público por el secuestro y desaparición de la joven sueca Dagmar Hagelin, ocurrido el 27 de enero de 1977 a los 17 años, según dispuso hoy el juez federal Sergio Torres.

El magistrado dio por cerrada la investigación y envió las actuaciones al Tribunal Oral Federal 5 que ya está juzgando a los procesados en otro tramo de la megacausa, por delitos de lesa humanidad cometidos en la Escuela de Mecánica de la Armada, según la resolución de 272 carillas el auto judicial.


“Se ha comprobado debidamente que Astiz comandaba el operativo que aquel 27 de enero de 1977 culminó con el secuestro de Dagmar Hagelin, previo haberla herido, disparando el arma de fuego que portaba”, consideró Torres sobre el ex marino apodado “el ángel rubio” y ex integrante del grupo de tareas 3.3.2 de la ESMA.

Según declararon testigos de los hechos y sobrevivientes del centro clandestino de detención, Hagelin fue capturada por error ya que se buscaba a otra mujer pero igualmente se la llevó a la ESMA donde los represores le decían la “suequita”.

Un sobreviviente del centro clandestino declaró haber visto a Hagelin “con un apósito en la cabeza, pero lúcida y coherente y ella preguntaba la razón por la cual estaba detenida si en verdad sólo había ido a ver a su amiga Burgos, a lo que Astiz le respondió que era una suerte que estuviera viva”.

Y le dijo que “él había sido quien la detuvo y le disparó, aclarando que el disparo lo había hecho a matar porque se había confundido con María Antonia Berger”, una referente de Montoneros a quien en realidad buscaba.

“Se encuentra comprobado por los dichos de los testigos que presenciaron el operativo que Dagmar Hagelin no portaba ningún arma de fuego, mientras que, como se sostuvo anteriormente sí lo hacía el grupode personas que la perseguía”, agregó el juez.

Durante el accionar represivo “nunca mediaron órdenes de detención ni allanamiento expedidas por autoridades competentes y el cautiverio sufrido por las víctimas se caracterizó por el sometimiento de ellas a interrogatorios acompañados de tormentos y por circunstancias de vida ultrajantes a la condición humana”, como fue el caso de Hagelin, sostuvo Torres en la elevación a juicio.

En cuanto a Acosta, el juez recordó que está probado que “ejerció entre abril de 1976 y principios de 1979 la “máxima autoridad” dentro del grupo de Tareas 3.3.2 de la ESMA integrado por Astiz entre otros y estuvo perfectamente al tanto de que Hagelin estaba detenida” en ese lugar.

La investigación reconstruyó en base a dichos de testigos de lo ocurrido y sobrevivientes del centro clandestino de detención que escucharon hablar de ella, que a Hagelin la secuestraron “por error” porque “buscaban a otra persona”.

La joven resultó herida, quedó hemipléjica y permaneció en la Escuela de Mecánica de la Armada hasta que según testigos fue “trasladada” por orden de Acosta.

Los juzgados por “privación ilegal de la libertad agravada por haber sido cometida por funcionario público y sin las formalidades establecidas por la ley, en concurso real con homicidio simple en grado de tentativa, en concurso real con robo de automotor con armas consumado en calidad de partícipes necesarios” serán Astiz, Julio César Coronel, Oscar Montes, Pedro Santamaría, Francisco Rioja y Carlos Guillermo Suárez Mason.

El delito de robo de auto se les endilga porque tras disparar contra Hagelin y herirla, Astiz robó el auto de un particular que estaba en la zona para escapar.

En cuanto a Cavallo, Antonio Vañek, Julio Torti, Antonio Pernías, Jorge Radice, el Tigre Acosta y Raúl Scheller, entre otros, quedaron acusados por “privación ilegal de la libertad agravada” contra Dagmar Hagelin como partícipes necesarios.
El auto del juez se basa fundamentalmente en los testimonios aportados por los sobrevivientes.

jueves, 10 de marzo de 2011

Un sobreviviente que declara por primera vez

Miguel Angel Calobozo: Un relato desde las entrañas del terror

Lo secuestraron en noviembre de 1978. Mataron a su compañera. Lo torturaron. Pasó por el staff y la Pecera. Declaró ayer por primera vez. Contó que a la ESMA también iban con frecuencia militares uruguayos.

 Por Alejandra Dandan

Nuevamente la Escuela de Mecánica de la Armada en sus dimensiones más siniestras. A Miguel Angel Calabozo lo secuestraron el 18 de noviembre de 1978, a la espera de un compañero en una pizzería de Pompeya. Militaba en Montoneros, le habían secuestrado un año antes a su compañera, embarazada de cuatro meses, a la que ejecutaron antes del parto, pasó dos Navidades en la ESMA, a una de las cuales la describió como una escena del “neorrealismo italiano”, y a poco de llegar lo sometieron a trabajo esclavo en el staff. Ante el Tribunal Oral Federal 5, durante la audiencia de ayer, contó por primera vez el relato de ese infierno. Entre el público, no sólo estaban aquellos sobrevivientes que todavía no lograran escucharlo con tranquilidad, sino su hijo, a quien intentó hacerlo partícipe de lo que hasta ahora no había podido terminar de decirle.

Miguel Angel no habló de corrido; no hizo gala de nada. Enumeró momentos, situaciones desordenadas, como puede hacerlo un detenido sobre lo que sucede en los tiempos monocordes de una prisión. Pese a las escenas delirantes, sus tonos no cambiaban. Habló de las visitas con un carcelero a un autocine; de un partido en la cancha de River; de las vueltas a su casa en colectivo, en salideras planeadas por los represores para extender –como dijo alguna vez uno de los fiscales– el sistema del terror fuera de las fronteras del centro clandestino. Y mencionó los nombres de aquellos que “cayeron” por él, al cantar una cita.

En su declaración, hubo datos novedosos para la causa pese al paso del tiempo y la extensa revisión de la ESMA. Mencionó a dos militares uruguayos en el centro clandestino y la idea de una cremación de Rodolfo Walsh. Hasta ahora no había hablado porque cuando lo intentó durante el Juicio a la Juntas se había desatado una revuelta y el fiscal Julio Strassera, dijo, le dijo que no hacía falta que declarase.
 
El comienzo

Miguel Angel se sentó alrededor de las diez de la mañana en la pi-zzería de Pompeya. En una mesa aparte, un grupo de marinos de civil lo vigilaba. Tenían unos walkie talkie, y Miguel Angel los imaginó como un grupo de amigos que se organizaban para el fútbol. Con esa memoria entrenada por los prisioneros, ayer mencionó uno a uno los nombres de cada uno de los ocupantes de esa mesa: Alfredo Astiz, que poco después manejó el Fiat 128 naranja con el que se lo llevaron a la ESMA; Gerónimo (Adolfo Miguel Donda Tigel); Gerardo; Fafa (Claudio Orlando Pittana), que tiempo después se confesaba como parte de la Triple A, y Claudio, un suboficial de Prefectura (Juan Antonio Azic).

En el sótano de la ESMA recibió la primera paliza grave, dijo. Lo torturaron. “Se presentó el capitán Acosta llamándome por mi nombre de guerra, diciéndome que él era Dios, que tenía que cantar, que ellos tenían todo el tiempo del mundo y que yo era un pedazo de carne con dos ojos y que estaba a su disposición, cosa que evidentemente después se demostró que era cierto.” El Tigre Acosta lo enfrentó con otro secuestrado. Escuchó además a Jorgelina Ramos, que había caído un año antes con su mujer, Mariel Silvia Ferrari, en la Iglesia de Pompeya. Mariel estaba embarazada. Tiempo después, él supo que no había sobrevivido: uno de sus compañeros le dijo que aparecía como “trasladada” en ciertos archivos y que alguien le había dicho que habían cometido un error, porque no se le notaba la panza.
El staff

Después de los interrogatorios y picanas, entró al “staff”. “Eso implicaba que el régimen fuera menos riguroso con relación a otros detenidos”, explicó. Para el otoño, lo mandaron a la Pecera, un lugar de oficinas vidriadas que al fondo tenía un comedor en el cual comían y se reunían a hacer lo que llamó “informes políticos”. Durante ese período, conoció a dos militares uruguayos, vestidos usualmente de civil que ingresaban periódicamente a la ESMA. No se acordó de los nombres, pero dijo que tanta era la familiaridad que en una ocasión le apostó a uno de ellos un paquete de cigarrillos: Miguel Angel aseguraba que Somoza iba a perder en Nicaragua, el otro que iba a ganar. “Ellos venían a la ESMA y hablaban conmigo, me describieron con lujo de detalles métodos de tortura de ellos, hacían alarde de cómo torturaban a una madre arriba de su hija o a la hija arriba de la madre para torturar a las dos a la vez.”

Adentro de la ESMA elevaba los informes con un alias, un número de identificación alusivo al GT 3.3.2. En el primer tiempo escribía a mano; para los informes de los diarios usaba una Olivetti eléctrica: la suya, la misma que usaba en su casa.
Las salidas

Los militares pensaban que él y otros secuestrados estaban “en un proceso de recuperación entrecomillas”, explicó. “No sé cómo surge eso, pero algunos nos dicen: ‘Ustedes son recuperables, van a realizar tareas’.” A mediados del ’79, uno de sus compañeros se iba a Venezuela. En la ESMA se hizo una despedida en la que estuvo Emilio Massera: “Hizo un discurso diciendo que vamos a estar en el mismo lugar, juntos, y que podíamos compartir otras cosas, que eso que estábamos viviendo era nada más que una circunstancia”.

En el alegato de la fiscalía de Alejandro Alagia, en el circuito integrado por los centros clandestinos del Banco-Atlético-Olimpo se encuadraron las visitas que muchos prisioneros hicieron a sus familiares como otra de las dimensiones del terror. Un modo de paralizar a las familias, alentar la falsa posibilidad del regreso, evitar las denuncias, someter a esos grupos de familiares al encierro.

“Al principio eran conversaciones telefónicas”, explicó Miguel sobre sus propias visitas. “Primero cada quince días, después me llevaban una o dos horas; el primer día me lleva Ricardo Miguel Cavallo, que evidentemente queda a mi cargo”, dijo pronunciando la doble elle con “y” como si buscara acentuar la idea del “cabayo”.

En el ’79 se enteró de la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. “Estábamos informados porque leíamos todos los diarios y revistas; fue un momento de gran conmoción porque no sabíamos cuál iba a ser la decisión sobre nosotros: una de las variables era que nos mataran.”

Los marinos llevaron a un grupo de prisioneros a la isla El Silencio de el Tigre, que había sido de la Curia. En marzo de 1980 fue liberado. Ricardo Cavallo se lo dijo poco antes: “Mirá, mañana te vas de alta”. Pero, dijo, “tuve que seguir teniendo llamadas y teniendo reuniones incluso una vez. Hasta que en un momento, al año y medio, me fui a vivir a Salta”, dijo.
 
Walsh
Alguna vez dentro de la ESMA escuchó en el sótano un comentario como al paso: “Walsh, el escritor que tiramos a la parrilla”. Evidentemente, explicó, querían decir que lo habían cremado, aunque nunca tuvo más datos. ¿Cavallo?, preguntó en un momento, ante una pregunta de uno de los integrantes del Tribunal. “Físicamente estaba mucho más flaco”, dijo y cabeceó con la cabeza hacia delante. Ahí enfrente, estaba ese mismo hombre frió y duro, al que había descripto una y otra vez. “¿A quién se refiere con el gesto?”, insistieron en el Tribunal. “Al señor que está entre los dos abogados, usaba bigotes y de vez en cuando también usaba anteojos”.

El tribunal convoca a testigos que deberían declarar como acusados

Una citación con el rótulo equivocado

Las defensas de los represores solicitaron como testigos a personas involucradas en los hechos que se juzgan. Juran decir la verdad, pero a la vez pueden evitar autoincriminarse. Mañana está convocado Rafael Carlos de Elía, quien ya está imputado en la causa.
 Por Alejandra Dandan
Hace unas semanas declaró el marino Ramón Antonio Arosa, que dijo que el operativo en la Iglesia de la Santa Cruz resultó “exitoso”.

Pese a la oposición de los organismos de derechos humanos que integran las querellas, pese a la denuncia de la Secretaría de Derechos Humanos de Nación y al requerimiento de indagatoria de la fiscalía de Eduardo Taiano, el Tribunal Oral Federal 5 convocó a declarar –para mañana viernes– como testigo en el juicio oral por la ESMA al marino Rafael Carlos de Elía. De Elía fue subjefe de la Base Aeronaval Comandante Espora de 1977 a 1979, y jefe interino durante un período de cuatro meses. La base aeronaval, que estaba a una hora de vuelo de la ESMA, tenía el personal, los instrumentos técnicos y logísticos para los traslados de los cautivos del centro clandestino. De Elía, que es experto en hidrografía naval, está imputado en la megacausa ESMA porque bajo sus órdenes se hallaba el piloto Emir Sisul Hess, con procesamiento confirmado por la Cámara de Apelaciones, por su intervención en los vuelos de la muerte.
La polémica

La citación a De Elía se produjo cuando las querellas están cuestionando la participación de varios marinos como testigos convocados por las defensas. Su caso es tal vez uno de los más paradigmáticos. Hace unas semanas, sin embargo, declaró Ramón Antonio Arosa, jefe de la Armada entre 1983 y 1989 y quien aunque fue jefe de la democracia escaló posiciones durante la represión. Durante su testimonio dijo aquello de que el operativo de inteligencia de Alfredo Astiz en la Iglesia de la Santa Cruz resultó “exitoso”, pero que la Armada se equivocó al no esconderlo y enviarlo enseguida a París.

Pese a eso, el caso que disparó la polémica a comienzos de febrero fue el de De Elía, que debía presentarse en ese momento. Las querellas de los organismos de derechos humanos, que suelen mantener posiciones distintas frente estos testigos, en este caso aparecieron encolumnadas.

El problema es que una persona que se presenta a declarar en calidad de testigo está obligada a decir la verdad, bajo juramento. Al comienzo de la audiencia, debe escuchar al presidente del tribunal que le pregunta si tiene un interés específico con el resultado de la causa o su interés es que se haga justicia. En general, todo el mundo responde que el interés es el de la justicia. Pero por su vínculo con Hess, la respuesta de De Elía podría ser bastante más complicada: “En realidad, en la base de la convocatoria hay una contradicción –explicó Carolina Varsky, abogada del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS)–, porque va a declarar sobre hechos por los que por otra parte está siendo imputado”.

Todo testigo debe decir la verdad pero no puede autoincriminarse. Por esa razón, ante casos similares, el TOF 5 limita la batería de preguntas que podrían llevar a que el testigo deba decir algo contra sí mismo. Eso es lo que supuestamente sucederá mañana viernes con De Elía. Y una de las razones por las que la fiscalía de Pablo Ouviña –a cargo de la acusación– suele agarrarse la cabeza: en esas condiciones y con el poder de las preguntas cercenado, dicen, la presencia de un testigo no sirve o sólo avala la postura de los acusados.

Para salvar el problema, Ouviña planteó en algún momento evitar el juramento. Una situación compleja: rechazada por el TOF 5 y cuestionada por algunas de las querellas, no sólo por las garantías del testigo sino porque sin el juramento de verdad, la palabra del testigo no podría ser bien valorada como prueba. Pese a eso, y en situaciones similares, en otros juicios prosperaron pedidos del tipo. Uno de ellos fue el juicio oral por Mansión Seré, cuando se presentó a declarar como testigo Miguel Angel Ossés, comandante de operaciones aéreas entre 1976 y 1978. En ese caso Félix Crous dejó de hacer preguntas, y pidió relevarlo del juramento. La medida se aceptó y a la hora de la conclusión del juicio, la fiscalía elevó el testimonio para que se inicie una causa. Ossés hoy está procesado.

“Acá lo que hay que decir es que durante el terrorismo de Estado lo que hubo fue una asociación ilícita”, dice Ana María Careaga, sobreviviente del circuito Atlético-Banco-Olimpo e hija de Esther Ballestrino de Careaga, una de las madres de la Plaza de Mayo secuestradas en la Iglesia de la Santa Cruz durante diciembre de 1977 y cuyo traslado es una de las acusaciones contra Hess. “Esa asociación fue diseñada y planificada para lograr el control social; hay que decir que se secuestró a miles de personas y que las Fuerzas Armadas, como estructura organizada, estuvieron encolumnadas en la represión. Por eso es asociación ilícita. Entonces, pensar que puede haber determinadas personas que por su responsabilidad en la estructura jerárquica no hayan tenido nada que ver, cuando estuvieron en distintos tramos claves de esa esta historia, es desconocer cómo estaba la estructura de la represión, y la verdad es increíble.”

La Secretaría de Derechos Humanos de la Nación denunció los antecedentes de De Elía a comienzos de febrero ante el juzgado federal de Sergio Torres, a cargo de la megacausa de la Escuela Mecánica de la Armada. En ese momento, Pablo Barbuto, del equipo jurídico de la Secretaría, ya le advertía al juzgado que De Elía había sido citado a declarar como testigo en el juicio oral de la ESMA. Torres pasó la denuncia a la fiscalía de Taiano, que evaluó el caso, los antecedentes y elevó el requerimiento para la indagatoria, un pedido que para los organismos de derechos humanos ya ubica a los acusados en situación de imputados. Nada de eso sin embargo detuvo al TOF 5, a cargo de Daniel Obligado, que igual decidió convocarlo.
Espora

Entre abril de 1977 y abril de 1979, De Elía se desempeñó como subjefe de la Base Aeronaval Espora de Bahía Blanca. Durante ese período mantuvo un interinato como jefe de cuatro meses. Luego pasó a Hidrografía Naval y luego revistó en el destructor Storni, en el Estado Mayor Conjunto de las FF.AA. y en la Dirección General de Personal. De acuerdo con los datos acumulados en la causa que se instruye en Bahía Blanca, investigados en la fiscalía de Abel Córdoba, el rol de la Base Espora en la lucha contra la subversión es claro: la base estaba contemplada en el Placintara, el Plan de Contrainsurgencia Terrorista de la Armada Argentina, que en 1975 contempló el lanzamiento de prisioneros vivos al mar. En la propia base, explicaron desde la fiscalía, había una dependencia de Inteligencia Naval ubicada en la cabecera de la pista de aterrizajes. Y contaban con los instrumentos logísticos y operativos para los traslados de los prisioneros de las distintas Fuerzas Armadas. Hess es uno de los vínculos entre la Base Espora y la ESMA, cuyos marinos encontraron ahí los medios necesarios para la ejecución de los vuelos y los traslados.

De Elía tuvo a cargo a Emir Sisul Hess, procesado por su participación en los llamados “vuelos de la muerte”. De acuerdo con los datos de la megacausa ESMA, el hombre que se recicló como empresario de turismo y hacía alarde ante sus empleados de haber tirado a las víctimas desde el aire desde donde parecían “hormiguitas”, realizó 145 vuelos en el año 1976 desde la Primera Escuadrilla Aeronaval de Helicópteros que funcionó en la Base; y 173 vuelos en 1977. Hess que está procesado entre otros casos por los traslados de las víctimas de la Iglesia de la Santa Cruz, tiene en su legajo una sanción dispuesta por De Elía en noviembre de 1977. Esto es clave para evaluar el vínculo con el jefe.

“Esa facultad de sancionar a alguien es muy relevante”, dijo el fiscal Córdoba en diálogo con Página/12. “De allí puede deducirse que tenía la supervisión concreta de las actividades de su su-bordinado, podía impartirle órdenes, corregir su actuación y directamente impartirle las ordenes que quisiera ejecutar, contando para eso con la incondicionalidad del ejecutor. Es central ese dato, nadie en una institución disciplinada como las Fuerzas Armadas tiene margen de libertad, salvo el que le permite el superior. Con lo cual, en el plan represivo la conducta del subordinado, involucra la del superior, por eso se habla de cadenas de mandos y no de estratos inferiores o superiores.”

Esa línea es por la que se pidió la indagatoria de De Elía. Pero la idea de la cadena de mandos no sirve para exculpar a Hess: con la confirmación del procesamiento a través de la Cámara de Apelaciones, indica una de las abogadas de las querellas, quedó claro que su jefe sabía lo que hacia y dejaba de hacer.

martes, 8 de marzo de 2011

Un médico de la ESMA dijo que atendió a una secuestrada

Pistas de un nuevo caso

Un testigo de represores de la ESMA aportó datos.
Por Alejandra Dandan

Juan Ernesto Márquez estuvo a cargo del Servicio de Sanidad de la Escuela de Mecánica de la Armada entre 1978 y 1979. El viernes pasado este médico declaró en la audiencia oral en la que se investigan los crímenes de la ESMA, como testigo convocado por la defensa del médico represor Carlos Capdevilla. La presencia de algunos de estos testigos plantea dilemas en las querellas que han pedido reiteradamente al Tribunal Oral Federal N° 5 que no los convoque porque muchos estuvieron vinculados orgánicamente a la represión. Como sucedió en otras ocasiones, Márquez apeló a la cadena de mandos y la obediencia debida para hablar de lo que llamó una “época terrible”. En el camino, sin embargo, bombardeado por las preguntas de una querella, reconoció que atendió a una secuestrada en el viejo Hospital Naval y que no sólo no sobrevivió sino que pese a haber pasado por una institución de salud pública no quedó ningún registro. El fiscal Pablo Ouviña pidió la apertura de una investigación.

En el juicio oral por la ESMA están terminando las testimoniales. El TOF 5 a cargo de Daniel Obligado está pidiendo en estos días a las querellas que se apresuren a contactar a los testigos aún pendientes para ver si van a declarar. En las últimas audiencias se oyeron, en cambio, varios testigos de la defensa, a pesar de las oposiciones en distintos tonos de la fiscalía y las querellas. Una parte de ellas se niegan a hacer preguntas porque cuestionan ontológicamente la calidad de “testigo” por los lugares sistémicos que ocuparon durante la represión.

En ese escenario, cuando el TOF 5 termina avalando la presentación de esos testigos se plantean algunos dilemas: o callar y rechazar con el silencio la supuesta calidad de testigo o preguntar y al menos hacerles pasar –como dice un sobreviviente– un “mal momento”.

Esta última postura generó semanas atrás las declaraciones escandalosas de Ramón Antonio Arosa, jefe de la Armada entre 1983 y 1989 y quien escaló posiciones durante la represión. Cercado por las preguntas, Arosa llamó “exitosa” la operación de inteligencia de Alfredo Astiz en la Santa Cruz y planteó como un “error” de la Marina enviarlo a París en lugar de esconderlo.

Márquez escuchó preguntas de la fiscalía y la querella de Justicia Ya! Llamó a la Esma con nombre y todo: “Centro de Lucha Antisubversiva” y pese a decir que no conocía a los que estaban en el Casino de Oficiales, aseguró que no usaban uniformes, que el lugar era manejado por el “almirante Chamorro que era director de la ESMA y a su vez el jefe del grupo de lucha antisubversiva”.

Cuando la abogada Myriam Bregman preguntó si en su calidad de médico atendió a algún prisionero, mencionó a una joven militante: “El único contacto que tuve –dijo– que fue ciento por ciento profesional y muy lamentable en este período tan triste de nuestra historia, en el antiguo Hospital Naval en el año ’76”, dijo sobre el lugar que funcionaba en un pabellón del Durán. “Siendo a la sazón jefe de cirugía de guardia me tocó asistir porque avisaron no sé de dónde, supongo que del Estado Mayor, que iban a llevar a una persona gravemente herida y resulta que era una militante de un grupo de subversión que había estado en un enfrentamiento armado y entró con una importante herida abdominal de calibre grueso”. Estuvo toda la noche en la sala de cirugía, la operó “tratando de sacarla adelante, era una chica joven, muy bonita, muy desharrapada, sucia, muy lamentable, y se me murió en el quirófano”.

Bregman le preguntó la fecha, pero sólo recordó el año 1976. Dijo que no supo su destino, que esas cosas no se hacían por la vía legal, que no sabía si se la llevaron en un patrullero.

jueves, 3 de marzo de 2011

“Empezaron a tirar bombas”

Relato de una vecina de Rodolfo Walsh

Los represores entraron a su casa buscando al periodista. Le gritaron y apuntaron. Ella les dijo dónde vivía “el profesor”. “Fue como una película. Decían: ‘Uno, dos, tres’ y ¡pum! Tiraban como granadas”, recordó uno de sus hijos.
Por Alejandra Dandan

“Señora –le preguntó el presidente del Tribunal, al abrir la audiencia con el protocolo de todos los días–, ¿tiene algún interés especial en la causa o su objetivo es que se haga justicia?” Yolanda Mastruzzo, calabresa, con el dialecto reverberando todavía detrás de cada palabra y sus 77 años de edad, le soltó: “No, si estoy acá por eso; vengo por el susto que nos pegamos esa madrugada, ¿vio?”.

Esa madrugada es la del sábado 26 de marzo de 1977, dentro del mundo de calles de tierra y casas sin tendido eléctrico de uno de los barrios obreros de San Vicente. El día anterior, el periodista Rodolfo Walsh había sido atacado por una patota de la ESMA en San Juan y Entre Ríos. Llegó muerto o casi muerto al centro clandestino.

Mientras dormía, Yolanda oyó sacudones en la puerta, y el grito y la orden de: “¡Salgan todos con las manos levantadas!”. Ella se levantó de la cama de un salto y salió con su marido a la calle, amarrados a una linterna. Ante el paredón de luces y las órdenes, el marido intentó apoyar la linterna en el suelo porque “¡mire si la íbamos a tirar!”.

“¡Así no, carajo!”, les gritaron, y el marido largó todo como pudo. “Eran las cuatro de la mañana cuando en un momento vemos que empezaban a apuntarnos a nosotros, diciendo que nos quedáramos con las manos arriba –explicó–, que nos iban a matar a todos, entonces mi esposo y yo le preguntamos a ese señor qué buscaba.”

Yolanda todavía es ciudadana italiana. No se acuerda su número de documento, pero no puede olvidarse de lo que pasó. Convocada por el Tribunal Oral Federal Nº 5 a cargo del juicio por los crímenes de la ESMA a pedido de la querella de Patricia Walsh, escuchó las preguntas: “Justamente, queremos saber qué le pasó a usted esa noche, si todavía lo recuerda después de tantos años”, preguntó la abogada Myriam Bregman, de Justicia Ya!

“Buscaban a una pareja”, explicó Yolanda. “Discúlpeme –le dijo en ese momento al hombre que la increpó–. Nosotros somos un matrimonio, tengo tres chicos adentro.” Uno de los hombres fue “adentro de la pieza, los chicos estaban llorando abajo de la cama del susto que nos llevamos, y de la parte de adelante de la casa también nos apuntaban a nosotros”.

Hace años, Yolanda declaró ante un Tribunal de Justicia Militar lo que había pasado ese día. Nunca volvió a hacerlo hasta ahora. En esa ocasión mencionó que cuando uno de los uniformados entró a la pieza, intentó buscar a tientas la perilla de la luz. “¿Qué luz?”, preguntó ella, porque en la casa no había luces y en el barrio la gente se iluminaba con el sol de noche. El dato, que volvió a aparecer ayer, siempre fue importante para quienes todavía intentan reconstruir lo que pasó con la casa de Walsh, porque es una señal de que los integrantes del operativo eran de otro lado.

“Esta casa no es la que usted está buscando”, les dijo Yolanda en ese momento, y les señaló la casa del otro lado del cerco. “El hombre es un profesor”, les dijo ella. “¡Ma qué profesor! –respondieron los otros–. ¡Flor de extremistas son!”

Walsh se había mudado a San Vicente en diciembre de 1976 con su compañera Lilia Ferreyra. Para los vecinos, era un profesor de inglés retirado al que cada tanto veían pasar con un changuito de compras y con quien alguno de ellos se paraba a conversar sobre los pájaros. En marzo de 1977, Yolanda llevaba apenas veinte días en el lugar, recién se había mudado. Dijo que a él le decían “Beto” y a ella “Betty”. “¿Alguna característica física? –le preguntaron–. ¿Algo con su color de pelo?” “De eso no puedo decir nada –aclaró–. Un día lo tenía de un color, y otro día de otro.”

Después del cruce, la mandaron adentro de la casa: “Vaya para adentro y escóndase –le dijeron–. Vamos a tirar la casa a bajo”. Y ella obedeció: “Nosotros nos fuimos adentro y empezaron a tirar bombas... Qué sé yo... y yo con los chicos asustados”.

Yolanda dejó de hablar. Estaba nerviosa, dijo. El cuerpo temblando. Esperó. Sacó de su cartera un abanico, pidió “un chiquitito” de tiempo y siguió: “Ay, que estoy nerviosa –volvió a decir–. Mire, recordando todo lo que pasé”.

Yolanda llegó a Comodoro Py con uno sus hijos, uno de los que estuvo esa madrugada debajo de la cama. “Fue como una película”, dijo él más tarde, volviendo a esa noche y a esa casa. “Decían: ‘Uno, dos, tres’ y ¡pum! No sé qué tiraban, tiraban como granadas.”

“Afuera siguieron los tiros”, dijo Yolanda. “¡Estaban por todos lados! Después empezó a llegar gente de otros lugares, nosotros estábamos adentro y no podíamos salir; salimos a las diez menos diez, pero desde las cuatro menos cuarto hasta las diez estuvimos adentro.”

La casa de Yolanda estaba a unos diez metros de la de Walsh, separada por un cerco de alambre de púa. “Poco después empezaron a cargar todo lo que encontraban en la casa –dijo–. Todo lo que pudieron se llevaron con una camioneta y nosotros los escuchábamos desde adentro.” De la casa se llevaron la heladera, la cocina, las latas de conserva y hasta el papel de los baños, dijo. Cuando todo terminó, desde adentro de su casa escuchó la orden de “apaguen la luz”; pero estaba destinada al que manejaba el camión y era para ocultar la carga.

A esta altura, se sabe que además se llevaron los documentos, archivos y cuentos inéditos de Walsh. Yolanda aseguró que los hombres estaban uniformados y tenían boinas; que en la casa quedó de custodio uno de los hombres que la amenazaron al comienzo. Tiempo después, la casa fue ocupada por la madre de un policía de apellido Salas, otro dato que ella confirmó. Al terminar, antes de salir a la calle, seguía pensando, convencida de que esos hombres en algún momento le dijeron que venían de Magdalena. Patricia Walsh pasó a su lado. Le agradeció y aclaró: “Es que nunca decían que venían de la ESMA”.

Yolanda no sabía quién era su vecino. Recién lo supo el año pasado. Ahora anda buscando alguno de sus libros. Todavía no sabe demasiado qué significa Rodolfo Walsh.