Cacabelos contó cómo fueron secuestrados sus hermanos José y Cecilia, aún desaparecidos, y Esperanza, la mayor, asesinada junto a su marido Edgardo de Jesús Salcedo. También ella estuvo secuestrada unas horas en la ESMA.
Por Alejandra Dandan
Primero fueron las llamadas de José. Al comienzo a su casa. Más tarde incluso al trabajo. Después llamó José, ya con Cecilia, los dos secuestrados en la Escuela de Mecánica de la Armada. En la sala de audiencias, le preguntaron a Ana María Cacabelos si las llamadas de sus hermanos José y Cecilia volvieron a repetirse después. “No”, dijo. “Es más, y discúlpeme que me extienda, pero mi papá se murió sin conocer la suerte de sus hijos. Pero mi mamá, cuando tomó estado público la declaración de (Adolfo) Scilingo no habló con nadie; al día siguiente con su movilidad disminuida por el Parkinson pidió un remís, compró un ramo de flores y le dijo al remisero que la acercara lo más posible a la orilla del río, para poder tirar las flores ahí.”
Esa mujer, la madre de Ana María, Esperanza de la Flor de Cacabelos, estuvo la semana pasada en la sala de Comodoro Py. “¡Gracias hija por tu valor!”, le dijo, con una voz que logró atravesar los vidrios.
Esperanza de la Flor y su marido José Cacabelos Muñiz tuvieron cinco hijos: José y Cecilia están desaparecidos y Esperanza, la mayor, fue asesinada junto a su marido Edgardo de Jesús Salcedo. Ana María estuvo secuestrada durante unas horas en la ESMA. José, Cecilia y Esperanza militaban en la Juventud Peronista; Edgardo de Jesús Salcedo había sido quien plantó la bandera en Malvinas durante el Operativo Cóndor que intentó recuperar las islas. En esta avanzada de 1976, los marinos se llevaron además al hermano de Edgardo, Juan Gregorio “Goyo” Salcedo, desaparecido; al novio de Cecilia, Jorge Zupan, y a su padre Enrique Zupán; a quien les había prestado un departamento Norma Noemí Díaz. La persecución continuó en simultáneo en el colegio Ceferino Namuncurá, donde el padre de los Cacabelos integraba la administración, donde estudiaron Ana María y José, donde Cecilia hacía 5º año y Esperanza tenía la cátedra de historia.
Antes de empezar a declarar, Ana María les mostró dos fotos a los jueces del Tribunal Oral Federal N° 5. “Traje dos fotos para que ustedes las vieran, para que sepan quiénes son las personas que están en esta causa.” Enseguida presentó a su familia. “Provenimos de una familia de clase media trabajadora, de práctica religiosa católica. Muy ligados desde chicos al compromiso social que se daba, más que por la militancia política, por el hecho de que mis padres nos inculcaron la práctica del Evangelio, estar cerca de los más necesitados, así que nada de lo que ocurrió más adelante en el camino que podían tomar mis hermanos estaba alejado de las enseñanzas de la cuna.” En esa casa de cinco hijos, con un solo baño, un cartel con horarios hecho por su padre organizaba tanta circulación. Siempre había alguien levantado, estudiando, leyendo, escuchando música. “La imagen que tengo presente es del día en que vuelvo a casa una vez que supimos que los chicos (Esperanza y Edgardo) eran los (que habían caído) del operativo de la calle Oro y Santa Fe. Pasaban las ocho de la noche, encuentro toda la casa a oscuras, la única luz prendida era la luz de la cocina proyectada en un ángulo. Pero sólo eso. Y un silencio total y absoluto y mis dos viejos en la cocina.”
El 7 de junio de 1976 José salió a una reunión, pero nunca llegó. Esa noche, Esperanza, la hermana mayor, llamó a casa de la familia para decirles que a José lo habían secuestrado. Ella vivía con Edgardo, tenía un hijo, Gerardo, a punto de cumplir dos años. En esa misma llamada, ella les sugirió a sus hermanas, Ana María y Cecilia, que dejaran la casa anticipándose a seguros allanamientos. Cecilia también militaba en la JUP. Ana María, que no militaba, se fue unos días pero regresó.
En el medio, un vecino les dijo que había visto el momento del secuestro de José. En esos días, José llamó por primera vez a su casa desde algún lugar del infierno, en una serie de llamadas y presencias que atravesaron toda la historia. “Mi hermano avisa a mis padres que lo habían detenido, pero que lo iban a dejar libre”, dijo Ana María. “En la noche del 9 de junio, sería la madrugada del 10, tocan el timbre de casa. Les abre mi papá. Era un grupo de civil, armados, que traían a mi hermano. Lo traían esposado, y la persona que dirigía el procedimiento dice que era el oficial interrogador, que hacía 27 horas que lo estaba interrogando, que José era recuperable, pero que con Esperanza y Edgardo de Jesús no iba a ser lo mismo, y que donde los encontraran iba a haber sangre.” Interrogaron a la madre de Ana María. Le preguntaron por sus hijas. Amenazaron con llevársela. Intervino José. La dejaron. “Nana –le dijo José a su hermana– tenés que hacer algo porque las chicas (Esperanza y Cecilia) cualquier contacto lo van a tener a través tuyo. Las tenés que convencer de que se entreguen porque las cosas están muy difíciles y es una manera de salvarles la vida.”
A partir de ahí, secuestraron al hermano de Edgardo. Entraron al departamento que Esperanza y Edgardo ya habían dejado. Se llevaron todo, y lo que no se llevaron lo destrozaron. El 6 de julio, Gerardo cumplía dos años. Ana María se reunió con su hermana Esperanza en el patio del Salvador. “Hacía pocos días había ocurrido la Masacre de los Palotinos; mi hermana estaba conmocionada por el tema y me dice que estaba segura de que después de semejante barbaridad eran capaces de cualquier cosa. Me pide que si llega a pasarle algo les dé a mis padres la tutela de Gerardo. Lo único que me agrega es: pero decile al viejo que no le cambie las ideas.”
Ya no se vieron más. El 12 de julio se produjo el operativo: asesinan a su hermana y su cuñado. Gerardo estaba escondido en la bañera, tapado con una frazada. Los Cacabelos vieron la noticia por televisión, leída en términos de enfrentamiento. Ana María no sabía dónde estaba viviendo su hermana en ese momento, pero aquello le pareció una premonición. Poco después, con un llamado, confirmó que era su hermana. Don José Cacabelos consiguió ver una carpeta con el contenido de las imágenes del operativo en una comisaría: “Siempre comentó que la primera foto que ve es el cadáver de mi cuñado y sobre el pecho de mi cuñado a mi hermana, boca abajo, sobre el pecho de él, con la evidencia de un balazo en la nuca”. En el resto de las fotos los cuerpos aparecían en otras posiciones, y en otros lugares del departamento, fraguando lo que no fue. “Pero (su padre) siempre tuvo grabada esa foto porque mis viejos son de creencias religiosas tan profundas que con eso les quedó la idea de que ‘nadie separe lo que Dios ha unido’, ése era el significado de la foto para él.”
La siguiente llamada de José llegó a la vuelta de Chacarita. “Atiendo y era mi hermano José Antonio. ‘Nana: ya sé lo de Esperanza y Edgardo. Te pido por Cecilia porque si ella sigue en la calle le va a pasar lo mismo’.” Los llamados se sucedieron diariamente. Hablaban los captores de José, llamaban de su parte. Preguntaban por el contacto con Cecilia. Ana María veía a su hermana pero les decía que no había noticias. El 30 de noviembre la citaron para un encuentro con José, la metieron en un auto y la llevaron a Ciudad Universitaria. “Esto está cada vez más peligroso”, le dijo José, ahí. Lo habían puesto de su lado. Otros, atrás, golpeaban armas contra los autos. Con ellos estaba el que siempre acompañaba a José. “Te lo pido por favor”, le dijo su hermano. “Ella va a estar bien, la garantía de vida te la doy yo, que me tienen desde el 7 de junio y todavía estoy bien. Al principio no la pasé bien, pero yo soy la garantía. Y el desgraciado que estaba adelante me dijo que para lo único que la querían era para hacerle unas preguntas.” Se despidieron. La llamaron hasta al trabajo. El 11 de octubre quedó con Cecilia en verse en una confitería de Corrientes y Dorrego. “Me llaman los señores captores –dijo Ana María–, me preguntan y les doy la dirección del encuentro porque para ese momento cualquiera que leía los diarios se daba cuenta de cómo venía la situación. De los muertos apilados y dinamitados, de los acribillados en cualquier esquina, etc., había que salvar a Cecilia y la garantía era José.”
El 11 de octubre, en el bar, las secuestraron a las dos. Ana María fue liberada después. José y Cecilia llamaron a la casa. José les dijo que iba a dejar de llamar por un tiempo porque iban a mandarlos más lejos; le dijo a su madre que se cuide, para verla bien al regreso. Cecilia preguntó por Gerardo, si hablaba, si había dejado los pañales. “Esa fue la última vez que supimos algo en forma directa de ellos. Todo lo demás lo supimos, a través de estos años, de testimonios escuchados y leídos. Me entrevisté con sobrevivientes. Me dijeron que estaba convencido de que iba a salir y de su obsesión por sacarla a Cecilia de la calle, él estaba seguro de que le estaba salvando la vida. Quiero aclarar que no me va a alcanzar la vida para arrepentirme de haberles creído a todos estos asesinos... y torturadores... y desaparecedores de cuerpos y ladrones de hijos.”
Por Alejandra Dandan
Primero fueron las llamadas de José. Al comienzo a su casa. Más tarde incluso al trabajo. Después llamó José, ya con Cecilia, los dos secuestrados en la Escuela de Mecánica de la Armada. En la sala de audiencias, le preguntaron a Ana María Cacabelos si las llamadas de sus hermanos José y Cecilia volvieron a repetirse después. “No”, dijo. “Es más, y discúlpeme que me extienda, pero mi papá se murió sin conocer la suerte de sus hijos. Pero mi mamá, cuando tomó estado público la declaración de (Adolfo) Scilingo no habló con nadie; al día siguiente con su movilidad disminuida por el Parkinson pidió un remís, compró un ramo de flores y le dijo al remisero que la acercara lo más posible a la orilla del río, para poder tirar las flores ahí.”
Esa mujer, la madre de Ana María, Esperanza de la Flor de Cacabelos, estuvo la semana pasada en la sala de Comodoro Py. “¡Gracias hija por tu valor!”, le dijo, con una voz que logró atravesar los vidrios.
Esperanza de la Flor y su marido José Cacabelos Muñiz tuvieron cinco hijos: José y Cecilia están desaparecidos y Esperanza, la mayor, fue asesinada junto a su marido Edgardo de Jesús Salcedo. Ana María estuvo secuestrada durante unas horas en la ESMA. José, Cecilia y Esperanza militaban en la Juventud Peronista; Edgardo de Jesús Salcedo había sido quien plantó la bandera en Malvinas durante el Operativo Cóndor que intentó recuperar las islas. En esta avanzada de 1976, los marinos se llevaron además al hermano de Edgardo, Juan Gregorio “Goyo” Salcedo, desaparecido; al novio de Cecilia, Jorge Zupan, y a su padre Enrique Zupán; a quien les había prestado un departamento Norma Noemí Díaz. La persecución continuó en simultáneo en el colegio Ceferino Namuncurá, donde el padre de los Cacabelos integraba la administración, donde estudiaron Ana María y José, donde Cecilia hacía 5º año y Esperanza tenía la cátedra de historia.
Antes de empezar a declarar, Ana María les mostró dos fotos a los jueces del Tribunal Oral Federal N° 5. “Traje dos fotos para que ustedes las vieran, para que sepan quiénes son las personas que están en esta causa.” Enseguida presentó a su familia. “Provenimos de una familia de clase media trabajadora, de práctica religiosa católica. Muy ligados desde chicos al compromiso social que se daba, más que por la militancia política, por el hecho de que mis padres nos inculcaron la práctica del Evangelio, estar cerca de los más necesitados, así que nada de lo que ocurrió más adelante en el camino que podían tomar mis hermanos estaba alejado de las enseñanzas de la cuna.” En esa casa de cinco hijos, con un solo baño, un cartel con horarios hecho por su padre organizaba tanta circulación. Siempre había alguien levantado, estudiando, leyendo, escuchando música. “La imagen que tengo presente es del día en que vuelvo a casa una vez que supimos que los chicos (Esperanza y Edgardo) eran los (que habían caído) del operativo de la calle Oro y Santa Fe. Pasaban las ocho de la noche, encuentro toda la casa a oscuras, la única luz prendida era la luz de la cocina proyectada en un ángulo. Pero sólo eso. Y un silencio total y absoluto y mis dos viejos en la cocina.”
El 7 de junio de 1976 José salió a una reunión, pero nunca llegó. Esa noche, Esperanza, la hermana mayor, llamó a casa de la familia para decirles que a José lo habían secuestrado. Ella vivía con Edgardo, tenía un hijo, Gerardo, a punto de cumplir dos años. En esa misma llamada, ella les sugirió a sus hermanas, Ana María y Cecilia, que dejaran la casa anticipándose a seguros allanamientos. Cecilia también militaba en la JUP. Ana María, que no militaba, se fue unos días pero regresó.
En el medio, un vecino les dijo que había visto el momento del secuestro de José. En esos días, José llamó por primera vez a su casa desde algún lugar del infierno, en una serie de llamadas y presencias que atravesaron toda la historia. “Mi hermano avisa a mis padres que lo habían detenido, pero que lo iban a dejar libre”, dijo Ana María. “En la noche del 9 de junio, sería la madrugada del 10, tocan el timbre de casa. Les abre mi papá. Era un grupo de civil, armados, que traían a mi hermano. Lo traían esposado, y la persona que dirigía el procedimiento dice que era el oficial interrogador, que hacía 27 horas que lo estaba interrogando, que José era recuperable, pero que con Esperanza y Edgardo de Jesús no iba a ser lo mismo, y que donde los encontraran iba a haber sangre.” Interrogaron a la madre de Ana María. Le preguntaron por sus hijas. Amenazaron con llevársela. Intervino José. La dejaron. “Nana –le dijo José a su hermana– tenés que hacer algo porque las chicas (Esperanza y Cecilia) cualquier contacto lo van a tener a través tuyo. Las tenés que convencer de que se entreguen porque las cosas están muy difíciles y es una manera de salvarles la vida.”
A partir de ahí, secuestraron al hermano de Edgardo. Entraron al departamento que Esperanza y Edgardo ya habían dejado. Se llevaron todo, y lo que no se llevaron lo destrozaron. El 6 de julio, Gerardo cumplía dos años. Ana María se reunió con su hermana Esperanza en el patio del Salvador. “Hacía pocos días había ocurrido la Masacre de los Palotinos; mi hermana estaba conmocionada por el tema y me dice que estaba segura de que después de semejante barbaridad eran capaces de cualquier cosa. Me pide que si llega a pasarle algo les dé a mis padres la tutela de Gerardo. Lo único que me agrega es: pero decile al viejo que no le cambie las ideas.”
Ya no se vieron más. El 12 de julio se produjo el operativo: asesinan a su hermana y su cuñado. Gerardo estaba escondido en la bañera, tapado con una frazada. Los Cacabelos vieron la noticia por televisión, leída en términos de enfrentamiento. Ana María no sabía dónde estaba viviendo su hermana en ese momento, pero aquello le pareció una premonición. Poco después, con un llamado, confirmó que era su hermana. Don José Cacabelos consiguió ver una carpeta con el contenido de las imágenes del operativo en una comisaría: “Siempre comentó que la primera foto que ve es el cadáver de mi cuñado y sobre el pecho de mi cuñado a mi hermana, boca abajo, sobre el pecho de él, con la evidencia de un balazo en la nuca”. En el resto de las fotos los cuerpos aparecían en otras posiciones, y en otros lugares del departamento, fraguando lo que no fue. “Pero (su padre) siempre tuvo grabada esa foto porque mis viejos son de creencias religiosas tan profundas que con eso les quedó la idea de que ‘nadie separe lo que Dios ha unido’, ése era el significado de la foto para él.”
La siguiente llamada de José llegó a la vuelta de Chacarita. “Atiendo y era mi hermano José Antonio. ‘Nana: ya sé lo de Esperanza y Edgardo. Te pido por Cecilia porque si ella sigue en la calle le va a pasar lo mismo’.” Los llamados se sucedieron diariamente. Hablaban los captores de José, llamaban de su parte. Preguntaban por el contacto con Cecilia. Ana María veía a su hermana pero les decía que no había noticias. El 30 de noviembre la citaron para un encuentro con José, la metieron en un auto y la llevaron a Ciudad Universitaria. “Esto está cada vez más peligroso”, le dijo José, ahí. Lo habían puesto de su lado. Otros, atrás, golpeaban armas contra los autos. Con ellos estaba el que siempre acompañaba a José. “Te lo pido por favor”, le dijo su hermano. “Ella va a estar bien, la garantía de vida te la doy yo, que me tienen desde el 7 de junio y todavía estoy bien. Al principio no la pasé bien, pero yo soy la garantía. Y el desgraciado que estaba adelante me dijo que para lo único que la querían era para hacerle unas preguntas.” Se despidieron. La llamaron hasta al trabajo. El 11 de octubre quedó con Cecilia en verse en una confitería de Corrientes y Dorrego. “Me llaman los señores captores –dijo Ana María–, me preguntan y les doy la dirección del encuentro porque para ese momento cualquiera que leía los diarios se daba cuenta de cómo venía la situación. De los muertos apilados y dinamitados, de los acribillados en cualquier esquina, etc., había que salvar a Cecilia y la garantía era José.”
El 11 de octubre, en el bar, las secuestraron a las dos. Ana María fue liberada después. José y Cecilia llamaron a la casa. José les dijo que iba a dejar de llamar por un tiempo porque iban a mandarlos más lejos; le dijo a su madre que se cuide, para verla bien al regreso. Cecilia preguntó por Gerardo, si hablaba, si había dejado los pañales. “Esa fue la última vez que supimos algo en forma directa de ellos. Todo lo demás lo supimos, a través de estos años, de testimonios escuchados y leídos. Me entrevisté con sobrevivientes. Me dijeron que estaba convencido de que iba a salir y de su obsesión por sacarla a Cecilia de la calle, él estaba seguro de que le estaba salvando la vida. Quiero aclarar que no me va a alcanzar la vida para arrepentirme de haberles creído a todos estos asesinos... y torturadores... y desaparecedores de cuerpos y ladrones de hijos.”
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