viernes, 19 de marzo de 2010

El Tigre Acosta continúa en las amenazas : “La guerra revolucionaria podría reactivarse”

El marino reveló que en la Armada, tras el retorno a la democracia, consideraban que uno de los grandes problemas había sido “dejar gente viva”. Al igual que Adolfo Donda, se quejó por la actitud de los jefes que no se hicieron cargo de las órdenes.
   
Por Diego Martínez

El capitán Jorge Acosta, ex jefe de inteligencia de la Unidad de Tareas 3.3.2 de la ESMA, se definió ayer como “un combatiente”. No precisó en qué batallas intervino. Aseguró con voz pausada que “jamás buscó la muerte”, aunque admitió “algunas causadas por mi accionar militar”. No especificó si con fusil o picana. Tampoco el destino de los cuerpos de sus enemigos. Criticó a sus superiores por no haberse responsabilizado de los trabajos sucios encomendados y aseguró que “uno de los grandes problemas” de la conducción naval tras el retorno democrático fue “haber dejado gente viva”. “La guerra revolucionaria terrorista podría reactivarse en tono gramsciano”, alertó, y para conocer “la verdad” aconsejó no leer Página/12, sugerencia que incumplieron los camaradas de la bandeja superior. Luego declaró el capitán Raúl Scheller, quien leyó antiguas declaraciones en las que admitió su actuación como interrogador en la ESMA. El juicio en Comodoro Py continuará hoy a las nueve y media.

Acosta sobreactuó desde el comienzo. Cuando le preguntaron si tenía apodos contó que de niño le decían Gales y se explayó sobre una nota de Miguel Bonasso en Página/12. “Gales no les pinchaba los ojos a los pajaritos. Gales tenía dos palomas a las que quería mucho, un pato y un gato a los que quería mucho. Hoy tengo una perra a la que quiero mucho”, dijo. En referencia a una periodista que se permitió dudar de la capacidad para “amar terriblemente a los chicos” de quien se ufanaba de decidir vidas y muertes, explicó que la expresión se basa en “una concepción cristiana: amar hasta que duela”. Agregó que en la Escuela Naval le decían Chupete (no explicó el motivo) y “no tengo ningún otro apodo”, aseguró, contrariando a los sobrevivientes y a su amigo abogado Mariano Gradín, que al verlo ingresar a la sala durante la audiencia inicial levantó los brazos y con voz de ultratumba gritó: “¡Tigre!”.

–¿Va a prestar declaración? –le preguntó el juez Daniel Obligado.

–Afirmativo.

Acosta admitió su “actividad antiterrorista” entre mediados de 1976 y principios de 1979, y agradeció al tribunal la decisión, rechazada por el fiscal Pablo Ouviña, de no incorporar como pruebas las declaraciones ante jueces militares. Es comprensible: en 1986 se explayó sobre la importancia de obtener información en tiempo record, admitió que los detenidos llegaban vendados y “acostados en el asiento de atrás”, y explicó que “actuamos militarmente matando a quien utilizaba un arma en combate”.

La declaración comenzó con un “absoluto homenaje” a las víctimas de “los desencuentros violentos que tuvimos los argentinos”. Acosta admitió que “algunas” muertes fueron “causadas por mi accionar militar”, pese a que “la Unidad de Tareas 3.3.2 jamás buscó la muerte”. Sin escalas saltó al presente. Dijo que hasta hace tres meses “estaba convencido de que esta guerra había terminado” pero que comenzó a dudar a partir de declaraciones de la diputada Victoria Donda (“la lucha no terminó”), del músico Andrés Calamaro (“los represores de la ESMA tendrían que estar muertos”, dice que dijo) y de la sobreviviente Graciela Daleo, sobre la importancia de que los procesados excarcelados no circulen impunes por las calles.

“¿Qué odio hay todavía? ¿Qué pretenden? ¿Un nuevo enfrentamiento? ¿Serán estos juicios que lo están desatando?”, planteó con humos de filósofo. “La guerra revolucionaria terrorista podría reactivarse, ya no en sentido trotskista, sino en tono gramsciano. Esto es un alerta”, advirtió.

Igual que Astiz el día anterior, historió los años previos al golpe con especial énfasis en la amnistía de 1973. “Terroristas que hoy están en el gobierno como Eduardo Luis Duhalde o el procurador (Esteban) Ri-ghi abrieron las puertas de la cárcel”, liberando a “jóvenes ávidos de venganza, porque no eran profesionales de la guerra”, dijo. Agregó que “se aglutinaron en la patria socialista”, admitió a pie de página sus lecturas dominicales de José Pablo Feinmann y se detuvo en “la patria peronista, que comenzó a sembrar la muerte en la Argentina”. Desatada “la guerra interna, había subrepticiamente cuadros de las fuerzas armadas de uno y otro lado, tal vez más en la patria peronista”, admitió. “Estalló la guerra”, dijo, y para justificar el golpe invocó “la imperiosa necesidad de las Fuerzas Armadas, por haber sido superadas las fuerzas policiales y de seguridad”.

Hizo una pausa y saltó sin escalas a 1983. “Fin de la guerra, restauración de la paz, con muchas víctimas”, resumió en tono de estadista, y retomó a Adolfo Donda para criticar a la conducción que les soltó la mano. Centró la responsabilidad en los vicealmirantes Barry Melbourne Hussey, Argimiro Luis Fernández (jefe del Servicio de Inteligencia Naval) y Adolfo Arduino, su comandante en 1976. “Uno de los grandes problemas” que se planteó la Armada en democracia fue “haber dejado gente viva”, admitió, y negó su colaboración en proyectos de Emilio Eduardo Ma-ssera. “No me quise ir, me retiró la Armada. No tengo aspiraciones políticas, soy un militarcito”, dijo. Renegó porque la justicia militar encubrió a sus superiores y con un organigrama repasó la línea de comando de la que dependía.

“Me niego a aceptar los hechos”, dijo en referencia a los secuestros, torturas y asesinatos que se le imputan en las causas conocidas como Testimonios A y B. Dedicó un párrafo especial a Rodolfo Walsh. “Analicé su desempeño, su capacidad intelectual, su trabajo al servicio del terrorismo, y tengo la certeza de que no quería ser detenido con vida. Esa era su convicción”, afirmó como quien devela un secreto de Estado.

Por último denunció “una persecución política-jurídica desde hace tiempo” y aclaró que no ratificaba sus declaraciones anteriores. “Entre la guerra y la paz, propongo la paz”, dijo. Y “si esta guerra no terminó, yo estaré del lado de la racionalidad y la proporcionalidad”, el mismo término que con citas de Juan Pablo II usó en 1986 para justificar sus crímenes: “La ESMA actuó con proporcionalidad. Actuamos militarmente matando a quien utilizaba un arma en combate”.

A las cuatro de la tarde pasó al frente Scheller. A diferencia de Acosta, lejos de renegar de sus antiguas declaraciones las leyó en voz alta. Comenzó por las de 1985, cuando integraba el Estado Mayor General de la Armada. El juez militar le tiraba nombres sobre la mesa, Scheller decía una y otra vez no conocerlos, hasta que se detenía en algunos, siempre sobrevivientes, “terroristas que pretenden ensuciar a la Armada”, y detallaba antecedentes lejanos e informaciones aportadas en interrogatorios.

–¿Incluían torturas? –preguntaba el juez.

–Negativo, señor.

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